¿El fin de la humanidad y del último hombre?

Siempre que se habla de cibernética, robótica, ingeniería genética, no se habla sólo de ello: se habla de sus consecuencias sociales, políticas, incluso éticas… Se habla, o se omite deliberadamente, de un sistema de creencias.

| Comentario de Roberto Carlos Hernández López

Si bien distintos, si en algo parecen similares los hombres de todas épocas es que todos se suponen testigos o, aún más, protagonistas de un tiempo único, excepcional, como ningún otro. Los contemporáneos no son la excepción. Albert Camus observaba un “vicio de conocimiento” común entre su generación: suponer que les ha tocado vivir el más interesante de los tiempos, la época de mayor cambio. Una nueva forma de “provincianismo”, la llamaba el poeta T. S. Elliot; un provincianismo ya no espacial sino temporal, el presentismo.

Existe una idea tan antigua, quizás, como la propia humanidad: la fantasía de crear algo —o alguien— semejante o superior al hombre: posthumano. Los autómatas —esas máquinas que “se mueven u obran por sí mismas”— nos acompañan desde la Iliada. Figuras monstruosas, algunas de ellas muy bellas, como Galatea, acaso una de las más célebres autómatas y quizá la primera androide —como se denomina a los “autómatas con forma humana”— o andreida. En su Metamorfosis, Ovidio describe la historia de esa bellísima estatua esculpida por Pigmalión, que gracias a la diosa Afrodita no sólo cobra vida, sino que es capaz de dar vida, al conceder a Galatea el don de la fertilidad. Una verdadera monstruosidad en su sentido etimológico: aquel prodigio o suceso sobrenatural que expresa una señal de los dioses.

En la modernidad, los dioses fueron reemplazados por las máquinas. Los autómatas, que los hubo, muy diversos e ingeniosos, no eran sino máquinas prodigiosas, portentosas: en 1738, por ejemplo, Jacques de Vaucanson presentó a su “flautista”, un armatoste de poleas, válvulas y fuelles que conseguía arrancarle notas a una flauta trasversa. Certeros, Voltaire, De la Mettrie y Diderot lo rebautizaron como Rival de Prometeo. Ni qué decir de uno de los celebérrimos autómatas: el jugador turco de ajedrez, una ingeniosa “máquina” inventada por el barón Wolfgang von Kempelen y que terminó en manos de Johann Nepomuk Maelzel, que derrotó a Benjamín Franklin y al emperador Napoleón Bonaparte, entre otros,1 y motivó reflexiones lo mismo de Edgar Allan Poe que de Walter Benjamin.2

En las últimas décadas, las máquinas han sido desplazadas por la Inteligencia Artificial (IA), ese complejo de dispositivos y algoritmos que no sólo imitan, sino que se proponen superar la inteligencia humana, o amplificarla (AmpInt), como ha propuesto, entre otros, Vernor Vinge.

Nunca como ahora habíamos llegado tan lejos. Durante siglos los hombres han jugado a ser dioses. Homo deus. La diferencia es que hoy parece que estamos más cerca de superarnos, de elevarnos por encima de nuestra condición humana, trascenderla. Superhombres, superinteligencia, posthumanidad, transhumanidad, superhumanidad…  términos que provienen de la ciencia y la tecnología, pero que no dejan de ser una promesa y que no pueden encubrir un cierto halo profético, místico, gnóstico por intuitivo.

A esa gramática se ha agregado un concepto, el de Singularidad, que sintetiza, precisamente, esa peculiar composición: científico-tecnológica y, al propio tiempo, profético-mística. En La Singularidad está cerca, Ray Kurzweil define en los siguientes términos este concepto:

Es un tiempo venidero en el que el ritmo del cambio tecnológico será tan rápido y su repercusión tan profunda que la vida humana se verá transformada de forma irreversible. Aunque ni utópica ni distópica, esta era transformará los conceptos de los que dependemos a la hora de dar significado a nuestras vidas, ya sea en lo que se refiere a modelos de negocios o al ciclo de la vida (incluyendo la muerte).

[…] La Singularidad nos permitirá transcender estas limitaciones de nuestros cerebros y cuerpos biológicos. Aumentaremos el control sobre nuestros destinos, nuestra mortalidad estará en nuestras propias manos, podremos vivir tanto como queramos (que es un poco diferente a decir que viviremos para siempre), comprenderemos enteramente el pensamiento humano y expandiremos y aumentaremos enormemente su alcance. Como consecuencia, al final de este siglo la parte no biológica de nuestra inteligencia será billones de billones de veces más poderosa que la débil inteligencia humana producto de la biología.3

Más que un “tiempo venidero”, la Singularidad parecería una versión hipertecnológica de la Tierra prometida, un paraíso tecno-digital en la tierra (del futuro), en el que, para empezar, “nuestra mortalidad estará en nuestra manos”, lo que significa, por lo menos la realización de ese sueño humano –demasiado humano– milenario de controlar la muerte, de extender hasta límites hoy no conocidos el momento terminal de nuestra existencia. Además, esta definición sugiere un desarrollo inédito de la parte “no biológica” de nuestro cerebro. ¿Qué parte es esa?, ¿la que habremos de conectar a un dispositivo que potencie nuestra inteligencia “artificial”? ¿Llegará el momento en el que ese dispositivo se desconecte, nos desconecte por voluntad propia? ¿Dispositivos con prótesis humanas?

Aún más profético, Vernor Vinge (autor de culto) le ha puesto fecha, incluso, al advenimiento de la Singularidad Tecnológica. En una conferencia de marzo de 1993, adelantó:

En los próximos treinta años conseguiremos los medios tecnológicos para crear una inteligencia sobrehumana. Poco después, la era humana habrá concluido. […] Para que no se me acuse de cierta ambigüedad en cuanto al tiempo, seré más específico: me sorprendería que todo esto ocurriera antes de 2003 o después de 2030.4

Pese a su origen científico, en su concepción actual la Singularidad siembra no pocas dudas e incertidumbre respecto a ese promisorio futuro posthumano. En matemáticas, para los no iniciados, la singularidad nos resulta un concepto un tanto complicado que, dentro del campo de las “funciones”, se define como “el punto en el que una ecuación, superficie, etcétera, se transmuta o degenera. Las singularidades también son llamadas puntos singulares.” Más importante, quizás, es que, en el “análisis complejo”, las singularidades caracterizan “las posibilidades de las funciones analíticas”.5

Los posthumanistas tecnológicos, consciente o inconscientemente, se basan en el antiguo discurso cristiano de la “teosis”, según la cual los humanos son capaces de ser Dios o semejantes a Dios.

No puede pasar de largo, sin embargo, la elección de este término para denominar el porvenir. Estos “puntos singulares” que dan cuenta de “posibilidades de las funciones analíticas” no están muy lejos de esos puntos de inflexión histórica —coyunturas, los llamaba Antonio Gramsci— que podía cambiar el curso de los hechos, la trayectoria de la historia.

En tanto punto de diversos posibles, punto en que una función matemática puede transformarse, degenerar, fallar o saltar cuando se lleva a una gráfica, la Singularidad sugiere más bien posibilidad, resultados imprevistos, “saltos”, “fallas”, trayectorias inesperadas… Su uso —por parte de Kurzweil o Vinge— fuera del campo de las matemáticas señala algo muy distinto, casi sugiere lo contrario: un escenario al que la humanidad difícilmente podrá sustraerse. Incluso visionarios como Elon Musk participan de esta profecía: “tratemos de alcanzar a las máquinas para no convertirnos en simios en un zoológico.” Es en este punto en el que la Singularidad exhibe sus costados más inconsistentes, oscuros, poco científicos. Escribe Michael Zimmerman:

Los posthumanistas tecnológicos, consciente o inconscientemente, se basan en el antiguo discurso cristiano de la “teosis”, según la cual los humanos son capaces de ser Dios o semejantes a Dios. Desde San Pablo y Lutero hasta Hegel y Kurzweil, la idea de la autoidentificación humana desempeña un papel destacado. Hegel, en particular, subraya que Dios se actualiza por completo solo en el proceso por el que la humanidad alcanza plenamente a través de procesos históricos que iluminan y, por tanto, transforman todo el universo. La diferencia es que para Kurzweil y muchos otros posthumanistas, nuestra descendencia —los posthumanos— llevará a cabo este extraordinario proceso.6

La tecnología y la ciencia aplicada nos han llevado muy lejos, a territorios que hace unas décadas eran apenas materia de ciencia ficción, sueños digitales y que hoy son parte de proyectos de robótica, IA, aplicaciones tecnocientíficas de enorme utilidad para la salud, la sostenibilidad del planeta, la educación, la industria, finanzas…

En septiembre de 2022, por ejemplo, Elon Musk presentó Optimus, prototipo de robot humanoide (1.73 m de altura y 57 kg de peso) que podría producirse en masa y comercializarse por menos de 20 mil dólares.

Torpe y muy limitado en sus movimientos y operaciones, Optimus confirma el portento de la robótica, pero, al mismo tiempo, exhibe las enormes limitaciones. “El robot puede hacer mucho más de lo que acabamos de mostrar —justificó el CEO de Tesla—. No queríamos que se cayera de bruces. Así que ahora mostraremos algunos videos del robot haciendo un montón de otras cosas”.7

Como nunca, la tecnología y la ciencia aplicada nos han llevado muy lejos, pero nos han vuelto a colocar en un lugar ya conocido: en el de la especulación metafísica, en el de la intuición, ese lugar donde la ciencia cede terreno al pensamiento mágico, a las ilusiones   (wishful tinking) que se alimentan de ciencia ficción y buscan confundirse con especulación científica.

Resulta sintomático que Vinge cierre su texto sobre Singularidad con una frase como la siguiente: “Creo que Freeman Dyson tiene razón cuando dice: ‘Dios es aquello en lo que se convierte la mente cuando ha sobrepasado los límites de nuestra comprensión’.” Homus deus.

Siempre que se habla de cibernética, de tecnología, robótica, ingeniería genética, en fin, de IA no se habla sólo de ello, se habla o se omite deliberadamente sus consecuencias sociales, políticas y aun éticas. Pero también se habla o se oculta de un sistema de creencias.

La genética, la robótica, la ciencia aplicada a la biología y, en general, el desarrollo de la tecnología sugieren la abolición de los límites, incluso crean el espejismo de un mundo sin límites en el que se puede extender la vida y crear otras formas de vida (posthumana, transhumana). Con todo y estos avances, la ciencia y tecnología actuales no ofrecen una base sólida para sostener al Homo deus, mucho menos para sustentar los plazos para que estas profecías se cumplan.

Más que el punto donde la humanidad es trascendida por la IA, por lo posthumano, la Singularidad parece describir ese punto donde la ciencia y la tecnología ceden a la ficción y a la tentación gnóstica.


BIBLIOGRAFÍA

Jack Copeland (1996). Inteligencia artificial, Madrid, Alianza.

Donna Haraway (1984). Manifiesto Ciborg. El sueño irónico de un lenguaje común para las mujeres en el circuito integrado. Disponible en http://bit.ly/3XjLHIC (Consultado el 12 de noviembre de 2022).

Fredric Jameson (2015). “La estética de la Singularidad”, en New Left Review, núm. 92.

Slavoj Žižek (2020). Hegel in a Wired Brain, London, Bloombury.

(221). Como un ladrón en pleno día. El poder en la era de la poshumanidad, Barcelona, Anagrama.

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Roberto Carlos Hernández López

Facultad de Estudios Superiores Acatlán, UNAM
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