Las ilusiones del progreso

La catástrofe ambiental en curso obliga a replantear las prioridades de las sociedades contemporáneas. Contra el espejismo de la “superioridad humana” sobre las demás especies vivas, ha llegado la hora de apostar por la razón y el pensamiento críticos.

Lo que sigue son ideas alrededor de las propuestas que un par de filósofos alemanes de la primera mitad del siglo XX presentaron al mundo académico en aras de tomar a la razón y al pensamiento como alternativas para orientar la acción humana. La degradación del orbe en el llamado periodo del Antropoceno es el pretexto para recuperar estas reflexiones que, ya en su tiempo, planteaban que no íbamos por un buen camino en nuestro desarrollo. Al final, de lo que se trata es de recobrar nuestro ser y nuestro intelecto para el beneficio de todos los seres vivientes de este planeta azul.

¿Nueva barbarie o nuevo progreso?

El término Antropoceno ha comenzado a estar presente en nuestras vidas de manera creciente. Lo escuchamos en los medios de comunicación y ha estado vinculado a problemas de tipo ecológico; a veces, de forma un tanto alarmante, pues se muestra un panorama de extinción de animales y plantas, erosión de la tierra y falta de recursos naturales. Pero no siempre queda claro que el papel de la humanidad es fundamental para explicar estos sucesos. Queda, entonces, la duda de lo que hemos hecho y las posibilidades de corregir el rumbo. Más que buscar responsables y adjudicar deberes, no siempre se piensa en las responsabilidades colectivas y los avisos que el propio sistema de vida nos ha dado desde hace ya más de 100 años.

Cuando tenemos oportunidad de consultar los Informes de Desarrollo Humano que realiza el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo desde comienzos de este siglo, podemos empezar a visualizar que los efectos en la contaminación ambiental, la aceleración de la producción industrial y las modificaciones en el transporte, junto con la expansión de la vida urbana, son tan sólo unos cuantos puntos de muchos que no siempre percibimos como perniciosos para la vida planetaria total. Nos hemos conformado con pensar que los cambios implican progreso, que tenemos las capacidades en todos los órdenes para mejorar nuestras condiciones de existencia y que algunas modificaciones en el entorno son necesarias; confiamos en que un poco de cambio o destrucción no implica nada malo, dado que la civilización actual es resultado de muchas generaciones que aprendieron que el progreso era la meta de la vida humana.

¿Una sociedad ilustrada asegura el respeto al equilibrio del planeta?

La ciencia y la técnica se desarrollaron, desde el siglo XVII de manera formal, para brindarnos principios y procesos de transformación de las cosas. René Descartes, en el siglo XVI, y Francis Bacon, en el siglo XVII, entre otros pensadores, plantearon el nuevo papel de las ciencias de cara al futuro; esta fue la simiente de la llamada Ilustración, un movimiento de intelectuales europeos del siglo XVIII que buscaban transformar el pensamiento mágico –dominante en la sociedad de su tiempo– para inaugurar una nueva era en todos los aspectos. Será el pensador germano Immanuel Kant, en su texto “¿Qué es la Ilustración?”, quien muestre los grandes aportes de las ciencias, ya no dedicadas a la contemplación de las cosas y a la búsqueda de sus orígenes sino a los nuevos saberes encaminados a dominar la naturaleza y ponerla al servicio del hombre. Esta forma alterna de crear y modificar la naturaleza y las pautas para la vida permitirá ir construyendo la idea de la superioridad humana por encima de todas las especies vivas. La humanidad comenzará a ser vista como la cúspide del desarrollo biológico e intelectual del planeta, motivo suficiente para avanzar en sus logros.

Sin embargo, al ir generando procesos de producción masiva y transformando todo a su paso, esa prosperidad fue trayendo secuelas no previstas: erosión del campo, saturación de los espacios urbanos, migraciones constantes y una existencia fincada en rutinas de todo tipo. Cada hazaña científica reflejaba, desde finales del siglo XIX, que se aproximaba un tiempo de destrucción de la naturaleza toda, incluida la del género humano. Algunos científicos, desde las ciencias naturales, fueron alzando su voz para advertir de los peligros; pero pocas voces –sobre todo desde la filosofía y las ciencias sociales– fueron escuchadas. Muchas veces, estas reflexiones se guardaron para los espacios académicos. Hoy las traemos a colación para incentivar procesos de acción individual y colectiva, a partir de un texto que analiza la Ilustración y está orientado a mostrar el engaño y los espejismos que trajo consigo.

La razón no siempre tiene la razón

Somos parte de una época humana en la que crecimos bajo el cobijo de la ciencia. La magia y la religión han sido elementos a los que, gradualmente, se ha restado importancia, pese a que son todavía parte de las manifestaciones culturales de los pueblos del mundo. Incluso, se habla de que “tenemos fe” en la ciencia y la tecnología para resolver casi todos nuestros problemas. A pesar de ello, hemos visto que no ha sido gratuito que el término Antropoceno se enfoque a dictaminar que este sistema de vida –el capitalismo– es el responsable de todos los males que, como humanidad, le hemos infligido al planeta Tierra.

El siglo XX fue el depositario principal de muchos de los hallazgos científicos y tecnológicos del pasado, logrando mejoras evidentes para la especie humana. El uso de todos los recursos naturales disponibles y su transformación para conseguir una vida más plena, buscando el bienestar de todos los pueblos, se planteaba como el mejor bien social al que podríamos aspirar.

En esa perspectiva, los esfuerzos de los naturalistas por hacernos ver las consecuencias de dicho desarrollo sólo tenían eco en pequeños grupos que se iban viendo directamente afectados por esos progresos. La razón, convertida en conocimiento, nos permitía considerarnos afortunados y recelosos de cualquier voz que pugnara por frenar la dinámica del progreso; el mundo, la naturaleza, eran nuestros y, por ello, no había razón para detener la marcha de la civilización. Tales eran las premisas que serían sometidas al análisis y la crítica por dos filósofos que a continuación veremos.

La industrialización, el uso de combustibles fósiles y la costumbre de vivir en piloto automático son resultado de procesos de transformación que llegaron antes del siglo XX

Theodor Adorno | Creative Commons

Theodor Adorno (1903-1969) y Max Horkheimer (1895-1973), integrantes de la primera generación de la Escuela de Frankfurt, fueron autores de numerosas obras de corte filosófico y análisis social. Una de ellas, escrita por ambos, se convertiría en pieza clave del pensamiento crítico: Dialéctica de la Ilustración, publicada por primera vez en 1944 y editada en 1947 en Estados Unidos. Dicha obra no circuló muy fácilmente durante las siguientes dos décadas. Se dice que tuvo éxito como libro de consulta en las universidades y que, ya en la década de los sesenta, se convirtió en referencia fundamental. No obstante, dejó de ser vista en las escuelas por varios años, hasta que pudo ser rescatada para ciertos cursos de sociología y ciencias políticas al final del siglo.

Muchas de las ideas expresadas en este artículo provienen de Dialéctica de la Ilustración. Salpicado de historias del mundo antiguo, la filosofía griega y hasta del pensamiento moderno, se encuentran en esta obra paralelismos que explican cómo la panacea del pensamiento científico fue orientándose a buscar soluciones a los problemas de la humanidad, sin lograrlo del todo.

Llegado el tiempo del mercantilismo, que empata con los descubrimientos geográficos del Nuevo Mundo, se agregan los hallazgos de la astronomía –que, desde entonces, se va separando de la astrología–, junto con los de la biología. Todos los campos del conocimiento se vieron beneficiados por una nueva forma de entender la ciencia. Abandonar un proceso de contemplación de las cosas ya no era suficiente; había que invertir tiempo y esfuerzo en ir creando formas alternativas para desentrañar los misterios del mundo. Con ello, curar a los enfermos, dar alimento en grandes cantidades, modificar los procesos productivos y maquinizar todo cuanto fuera posible en aras de una vida cómoda y placentera. Tales fueron las consecuencias benéficas para la humanidad. No quisimos darnos cuenta de que el progreso tenía consecuencias y que éstas ya se veían en la primera mitad del siglo XX.

El enfoque de estos filósofos no estaba en los daños a la Tierra, sino en los procesos de degradación humana en los que, paulatinamente, nos fuimos insertando. Fuimos perdiendo perspectiva de todo cuanto nos rodeaba y, peor aún, de nosotros mismos. Trabajo, diversión, tiempo libre, transportación, herramientas para facilitarnos la vida; todo fue convirtiéndose en objetos que tenían valor por sí mismos; en ocasiones, mucho mayor que la vida misma. Gradualmente fuimos apéndices de una máquina, un adminículo para la comunicación, un engranaje más de la vida civilizada que, de a poco, nos iba quitando humanidad. La razón proveyó del provecho y el bienestar. La razón, al mismo tiempo, nos iba despojando de la naturaleza humana.

¿Cómo recuperar lo que perdimos en aras del progreso? ¿Cómo volver a ser humanos, ahora sí, sin acabar con el planeta, con la vida natural, con nosotros mismos? En ocasiones pareciera una batalla perdida, pero nuestra propia razón es la clave para que logremos, en primera instancia, comprender en dónde estamos, lo que hemos hecho y lo que podemos hacer en el futuro inmediato.

Volver a empezar

Max Horkheimer | Creative Commons

Si bien los textos de Adorno y Horkheimer no son nada halagüeños en términos de su análisis de la humanidad en el último siglo, no podemos decir que estaban alejados de lo que hoy vivimos. Su contribución más importante fue proporcionar las herramientas del pensamiento y lectura crítica de la realidad para descubrir cómo los procesos encaminados a la destrucción del planeta y de la vida humana en general podían replantearse usando esas otras formas de la razón en nuestro beneficio. La pregunta sería sencilla: ¿Qué es eso de la lectura y el pensamiento críticos? Leer un texto, del tipo que sea, requiere del lector la comprensión de su contenido; las palabras pueden ser simples o complejas, en dependencia del autor y la intención de su escrito. Pero hay muchas más cuestiones por considerar. Si se trata de un texto traducido a nuestro idioma, ciertas palabras no tendrán el sentido original con que fueron escritas. El tiempo del autor, su formación académica, sus inclinaciones ideológicas, todo contribuye a contextualizar el contenido del material que estemos queriendo comprender.

Georgina Santa Cruz Gómez

Profesora de la FES Acatlán, de la UNAM
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