¿Se puede ejercer violencia hacia la Naturaleza?

Con la promulgación de una nueva Constitución Nacional en el año 2008, Ecuador le otorgó personalidad jurídica a la Naturaleza. Para 2016 la Corte Constitucional de Colombia reconoció al río Atrato como una entidad sujeto de derechos, en aras de garantizar su restauración y conservación. Otros países como Bolivia, Canadá, Nueva Zelanda y Bangladesh, a través de diferentes perspectivas, han incluido los derechos de la Naturaleza en sus legislaciones y disposiciones oficiales. Frente a este panorama, ha tomado particular vigor un debate que se había estado gestando al interior de la Ecología Política: la posibilidad de hablar de violencia hacia la naturaleza. Pero, una violencia que discrepa de otros tipos de violencia en tanto no se ejerce directamente hacia los seres humanos, aunque sus impactos obviamente alcanzan comunidades y sus formas de vida a diferentes escalas. Tampoco es una violencia que, en todos los casos, se produzca de forma inmediata y súbita, sino que se extiende sistemáticamente en tiempo y espacio.

A la par de estos debates, también se han potenciado las investigaciones en torno a lo que se conoce como criminología verde. A inicios de la década de los noventa del siglo XX el criminólogo Michael J. Lynch esbozó algunas reflexiones en torno a la injusticia socioambiental y sus entrelazamientos con desigualdades sociales en términos de clase, género y “raza”; y señaló a la violencia ejercida hacia la Naturaleza como un fenómeno criminal hacia seres humanos y no humanos. Pero, los crímenes verdes que estudia esta área de la criminología no derivan necesariamente en infracciones tipificadas penalmente como crimen. Además, los avances en esa materia han sido aún bastante limitados, pues se trata de actos que siguen sin generar suficiente interés en los sistemas de justicia penal. Esta situación quizás pueda entenderse debido a que las leyes ambientales tienden a considerar a las actividades ilegales hacia la Naturaleza como perjuicios sin víctimas.

Al mismo tiempo, tradicionalmente, las crisis ecológicas que habían generado más interés mediático y gubernamental eran aquellas asociadas a eventos de gran envergadura, espectaculares, de gran visibilidad debido a las enormes afectaciones que se produjeron. Algunos casos que ejemplifican esta situación fueron las explosiones nucleares en Chernóbil (1986) y Fukushima (2011); los derrames de petróleo causado por el Deepwater Horizon en el Golfo de México (2010); los erróneamente denominados “desastres naturales” en Puerto Rico y República Dominicana, tras el paso del huracán María (2017); y los sismos ocurridos en Siria y Turquía (2023).

Pero ¿qué sucede cuando las catástrofes medioambientales no captan suficiente atención mediática?, ya sea porque ocurren lejos del foco de atención, probablemente en una pequeña localidad del Sur Global o en una zona poco habitada; o debido a que carecen de los criterios de espectacularidad y dramatismo, pues sus efectos e impactos se producen de manera lenta, afectado zonas invisibilizadas y subalternizadas. Frente a esta interrogante ha resultado ineludible repensar, no sólo en término teóricos, sino además políticos, sobre los presupuestos que definen nuestras percepciones de las crisis ecológicas. Es, en ese sentido, que se han esbozado reflexiones para advertir esas problemáticas como violencias hacia la Naturaleza.

Hace más de una década el académico y activista sudafricano Rob Nixon (2011) planteó la noción de violencia lenta o Slow Violence, un tipo violencia que ocurre gradualmente y fuera de nuestra vista, una violencia de destrucción tardía, que se dispersa espaciotemporalmente, una violencia que por lo general no se considera violencia en absoluto. Ésta refiere a otros tipos de daños, persistentes en el tiempo, pero menos visibles, que son resultado de años de contaminación, militarismo, guerras, imperialismos, políticas desarrollistas y destructivas de la Naturaleza; incluyendo la carga ecológica impuesta sobre el erróneamente denominado “Tercer Mundo” como principal garante del desarrollo insustentable del Norte Global.

Acá saltan dos aspectos remarcables y definitorios de esta violencia. Por un lado, su estrecho vínculo con la visión de desarrollo lineal/progresivo inagotable y, por el otro, la cosificación de la Naturaleza, cuyas potencialidades son aprehendidas como recursos susceptibles de ser explotados para beneficio del mercado. Mientras tanto, sus impactos trascienden hacia las especies no humanas y repercuten en los seres humanos, con efectos sobre diversas comunidades y sus formas de vida, la destrucción de su entorno y del mundo de significados dado a éste. Escenarios plagados de experiencias de sufrimiento ambiental, al decir de Auyero y Swistun.

Esa perspectiva pone de manifiesto, además, la relación dialéctica que existe entre la Naturaleza y la sociedad, que coloca en entredicho la idea de la Naturaleza como un ente objetivado, que puede ser explotado y transformado en función de ciertos intereses económicos y políticos. Ya lo refirió la investigadora ecuatoriana Melissa Moreano Venegas (2020) al reflexionar sobre el activismo ecológico del capitalismo verde, que ve a la Naturaleza como una entidad pasiva, frágil, que debe ser preservada y protegida. Se trata de una tendencia contemporánea de limpiar culpas sin poner en juego las condiciones que garanticen la reproducción y acumulación del capital. Una especie de “mojigatería ambiental” al decir de la autora, que denota una conciencia ambiental que emana del propio dominio capitalista, con escasos cuestionamientos a las raíces de la injusticia socioambiental; lo cual termina por reproducir o dejar inalteradas políticas que promueven la destrucción de territorios por medio de prácticas racistas, machistas, clasistas y xenófobas.

En este tenor, la violencia lenta no se encuentra repartida de manera uniforme, no impacta a todos por igual, más bien, irradia de manera particular hacia ciertos individuos bajo dinámicas de desigualdad e injusticia social. Es una violencia delineada por la generación de comunidades “excedentes” y sujetos “sacrificables” en nombre del progreso y, sobre todo, por la exterminación de esos territorios que “disfrutan” de lo que Nixon refirió como la “maldición de los recursos”. Asimismo, es una violencia heterogénea, que repercute sistemáticamente en diversos aspectos de la vida de los empobrecidos, excluidos y subalternizados; pues advertidas como un costo “inevitable” del desarrollo capitalista, se obnubilan las implicaciones socionaturales de las acciones depredadoras hacia los ecosistemas.

A la par, se trata de una violencia estructural que se explaya desde las relaciones de poder hegemónicas, cuyos efectos concretos hacia la Naturaleza denotan la materialización de prácticas discursivas que, sostenidas bajo formas dominantes de aprehender el mundo natural, justifican y reproducen los problemas ecológicos. Por ello, se trata de una violencia que se concreta en la realidad material, pero que se encuentra interrelacionada con una violencia simbólica, siguiendo a Pierre Bourdieu. Entonces, desde el poder se imponen formas e instrumentos de conocimiento y significación de la realidad,que lejos de cuestionar el modelo de económico dominante, lo convierten en la panacea de la destrucción ambiental impulsada y perpetuada por dicho modelo.

En este tenor, quizás lo que debería plantearse es una nueva perspectiva, que se fundamente en el reconocimiento de la violencia hacia la Naturaleza desde una visión que trascienda el derecho de corte liberal tradicional, y que parta de un ejercicio reflexivo que reconozca alternativas para aprehender el mundo. Existen múltiples posturas culturales e identitarias que podrían contribuir en esa dirección, como las corrientes cooperativistas, los ecofeminismos, las etnoepistemologías, cuyo fin último, no sólo es el reconocimiento de modos de vida diversos y diferentes interrelaciones sociedad-naturaleza en el tejido de la vida, además se trata de posicionamientos éticos y políticos orientados a evitar la muerte de la Naturaleza y la explotación de cuerpos y territorios.

| MARÍA N. RODRÍGUEZ ALARCÓN


La autora es antropóloga por la UCV-Caracas, maestra en Antropología Social por el CIESAS- CDMX y doctora en Ciencias Sociales por el Colegio de Michoacán. Si quieres comunicarte con ella puedes escribirle al correo mnazarethralarcon@gmail.com

Algunas de sus destacadas actividades: Advisor to the Oxford Research Encyclopedia of Natural Hazard Science | Investigadora miembro de la Red Geride-Políticas Públicas de Gestión del Riesgo de Desastres en Latinoamérica | Miembro de la Red Temática de Estudios Interdisciplinarios sobre Vulnerabilidad, Construcción Social del Riesgo y Amenazas Naturales y Biológicas | Miembro del equipo de redacción de publicaciones de temáticas relacionadas con desastres, riesgo y vulnerabilidad. Blog oficial Radio Epicentro.


PARA PROFUNDIZAR EN EL TEMA

| Auyero, J. y Swistun, D. (2008). Inflamable. Estudio del sufrimiento ambiental. Buenos Aires: Paidós.

| Lynch, M.J. (1990). “The greening of criminology: A perspective on the 1990s”, The Critical Criminologist, 2 (3), 3- 12.

| Lynch, M.J., Long, M.A., Stretesky, P.B., Barrett, K.L. (2017). Green Criminology: Crime, Justice, and the Environment. California: University of California Press.

| Moreano Venegas, M. (2020). “Ecofascismo: uno de los peligros del ambientalismo burgués”, Ecología Política. https://www.ecologiapolitica.info/ecofascismo-uno-de-los-peligros-del-ambientalismo-burgues/

| Nixon, R. (2011). Slow violence and the environmentalism of the poor. Harvard: Harvard University Press.

| Proyecto Viex. Criminología verde. Análisis de crímenes y daños ecológicos. Extremadura: Universidad de Extremadura. https://www.criminologiaverde.com/

Algunos vínculos que te compartimos:

https://sociedadyriesgo.red/maria-nazareth-rodriguez/ | https://www.linkedin.com/in/maria-n-rodriguez-alarc%C3%B3n/ | https://orcid.org/0000-0001-6262-6031 | https://colmich.academia.edu/Mar%C3%ADaRodr%C3%ADguezAlarc%C3%B3n

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