Ciudad: Espacio híbrido, lugar de confluencias y diferencias

Una de las tendencias más visibles en las metrópolis contemporáneas es la proliferación de “grandes urbanizaciones sin ciudad”: asentamientos extensos y aglomerados, pero insulares, discontinuos y disociados, que están muy lejos de “hacer ciudad”, de ser un sitio de convivencia e intercambio, de arraigo, identidad y “vida en común”.

| Comentario de Lucía Álvarez Enríquez

Desde tiempos antiguos la idea de ciudad ha tenido que ver con la confluencia de poblaciones y personas para el intercambio, la convivencia, las relaciones y la resolución de problemas comunes. Ha sido, por ello, el ámbito natural que alberga la diversidad y heterogeneidadsocial y cultural. Más que una mera aglomeración de individuos y actividades, la ciudad ha tenido la función de constituirse en un espacio común que dé cabida a una gran cantidad de prácticas (económicas, sociales, culturales) y grupos humanos con intereses muy diversos, por lo que se ha convertido en el principal escenario de la vida social moderna.

A lo largo de siglos la ciudad se ha transformado al ritmo que marca el desarrollo de las sociedades que la habitan y construyen; ha respondido a las exigencias de las distintas épocas históricas (principalmente económicas y políticas), a los condicionamientos que imponen las latitudes en que tiene su asiento y, también, a las prácticas y simbolismos de las culturas que la constituyen.

En el siglo XXI, la evolución de la ciudad ha dado lugar a conglomerados humanos particularmente amplios y complejos, enriquecidos por numerosas migraciones y por la alta concentración de actividades, oportunidades y recursos.

Una característica particular derivada de la extensión, la magnitud demográfica y la diversidad condensada en los grandes centros urbanos es haberlos convertido en metrópolis; es decir, ciudades que trascienden sus delimitaciones originales e integran en sus contornos a poblados y asentamientos aledaños.

Esta dinámica resulta relevante porque genera la convivencia y conexión de poblaciones con distinta adscripción política-administrativa y territorial, pero cuyos pobladores comparten numerosas prácticas sociales y económicas en la vida cotidiana. Además, tales entornos urbanos dan lugar a la coexistencia y/o yuxtaposición de distintas normatividades políticas y urbanísticas, formas de producción del espacio urbano, tipos de asentamientos y modos de vida que poco tienen que ver entre sí.

Esto nos lleva a identificar a la metrópoli como un espacio de convivencia, pero, al mismo tiempo, como un espacio de coexistencia que suele ser vivido por sus habitantes como lugar de diferenciación, desarraigo y conflicto. En esa perspectiva, podemos decir que una de las tendencias más visibles en las realidades urbanas/metropolitanas es la proliferación de grandes urbanizaciones sin ciudad; asentamientos urbanos extensos y aglomerados, pero insulares, discontinuos, desconectados y disociados, donde la idea de ciudades difumina cada vez más (Carrión, 2018).

Hacer esta diferencia tiene sentido porque muchas de las urbanizaciones actuales, a las que genéricamente llamamos ciudades, están muy lejos de hacer ciudad, en el sentido de generar las condiciones que posibiliten el arraigo, la convivencia, la conexión interna y la interrelación de sus pobladores; en suma: la posibilidad de construir vida en común.

Arraigo y pertenencia

No obstante, las ciudades han sido siempre el espacio local, próximo y cotidiano para sus habitantes; donde gestionan sus necesidades y demandas y, de una u otra forma, donde construyen sus identidades, se comparten historia, normas, ordenamientos y códigos de convivencia.

En estas circunstancias, la pertenencia a la ciudad de los grupos sociales se lleva a cabo en distintos ámbitos y mediante numerosas prácticas en las que se ponen en juego los recursos locales, territoriales y sociales; las actividades laborales, el acceso a los bienes urbanos y al espacio público. También se experimenta la pertenencia a un sitio o un espacio delimitado a través de la identificación de geosímbolos y referentes patrimoniales.

A este respecto, aun cuando resulta difícil hablar de una identidad y cultura urbanas en las multifacéticas realidades citadinas contemporáneas, sí es posible identificar referentes comunes que generan formas de pertenencia. Desde la Escuela de Chicago, durante la primera mitad del siglo XX, se advirtió sobre la existencia de una “cultura urbana”, entendida como “sistema específico de normas y valores o, en el plano de los actores, de comportamientos, actitudes y opiniones”; en este caso, generada por la vivencia compartida de una “diversidad en la proximidad” (Wirth, 1938, citado por Giménez, 2019).

Más recientemente, otros sociólogos han apuntado aspectos que constituyen rasgos inequívocos de una cultura específicamente urbana. Entre estos, se menciona la propia morfología de la ciudad como algo que “impone a sus habitantes modos de comportamiento específicos, como los modos de habitar, de avecindarse, de comprar y vender, de tratar los deshechos, de convivir y de entretenerse, así como guiones obligados para desplazarse (a pie o en coche), para ocupar los espacios públicos y para transitar por calles y avenidas” (Giménez, 2019).

En este proceso, la “memoria colectiva” juega un papel de primer orden en la identificación de espacios y lugares compartidos. De igual manera, intervienen los “imaginarios urbanos”, entendidos como “conjuntos de historias de relatos y de ficciones vinculadas a una ciudad y compartidos por una comunidad, una colectividad o un grupo dentro de la misma (Silva, 2003 y 2006; Rebollo, 2006, citados por Giménez, 2019). Otro rasgo compartido es el que Gilberto Giménez (2007) denomina “la cultura de la calle”, que concierne a ciertas prácticas de grupos o subculturas juveniles —hiphop, street dance, rap, slam, grafiti, tag, skateboar (patinetas), etcétera— que se han gestado en las ciudades.

A lo anterior se pueden añadir otros elementos como la experiencia de la convivencia cotidiana en la dualidad tradición-modernidad; la posibilidad de tránsitos anónimos por los espacios de la ciudad —donde la individualidad adquiere cierta autonomía— y la experiencia de “proximidad” construida por el individuo en la sociedad de masas; esto remite a la convivencia con las multitudes y con la amplia escala de las actividades de la vida urbana (Nivón, 1998).

En la ciudad se construyen diversas formas de arraigo y pertenencia que tienen que ver con lo que lo que Roberto Alejandro identifica como: “a) un espacio donde los individuos se comparan al interpretar su pasado y sus tradiciones; b) se reconocen por un lenguaje universal en su relación con el mundo, es decir, la otredad; c) se diferencian entre sí por sus prácticas sociales y por sus conflictos y luchas; se comparan también por su interpretación y valoración del presente” (Alejandro, 1993, citado por Tamayo, 2010).

Por otra parte, la ciudad del siglo XXI es el receptáculo de las grandes migraciones, nacionales y extranjeras. En ella coinciden, se yuxtaponen y se encuentran cara a cara modos de vida, lenguajes, prácticas sociales y culturas diferenciadas que se afirman en su particularidad y disputan un espacio en el mismo territorio, al tiempo en que gestionan formas de convivencia y aprenden a aceptar, incluso, la modificación de sus propios referentes identitarios originarios. Esta confluencia da lugar a lo que Néstor García Canclini (2011) ha llamado la “hibridación” propia de las ciudades, que se expresa en una forma peculiar de organización de los espacios en los que coexisten grupos pertenecientes a distintas etnias y grupos sociales.

El lugar de la diferencia

Pero la diversidad que se experimenta en la ciudad no responde únicamente a la conjunción de etnias y lenguajes culturales de las variadas sociedades de procedencia. La ciudad es un espacio fragmentado donde las pertenencias y las identidades obedecen a factores múltiples y operan en diferentes dimensiones.

La antropóloga italiana Amalia Signorelli, por ejemplo, apunta la influencia de las distintas competencias, pertenencias y disponibilidad de recursos a partir de las cuales las desigualdades pueden funcionar como instrumentos de libertad creativa, para algunos, o como instrumentos de opresión y explotación, para otros (citada por Elorza, 2018). A su vez, García Canclini identifica factores ligados al crecimiento desmesurado de la urbe y a la globalización —como los cambios simbólicos y tecnológicos— que se traducen en un acceso desigual a la información y a las telecomunicaciones. Todo esto da lugar a grupos con muy diferentes capitales culturales, económicos y sociales que construyen su pertenencia a la ciudad a partir de recursos y referentes cualitativamente distintos.

Es en este sentido que Gilberto Giménez (2007) identifica la diversidad urbana como un fenómeno condensado y complejo porque la ciudad es, también, “el lugar de la diferencia, de la balcanización y de la heterogeneidad cultural”:

En ella encontramos una extraña yuxtaposición de las culturas más diversas: la cultura cosmopolita de la élite transnacional. La cultura consumista de la clase media adinerada, la cultura pop de amplios sectores juveniles, las culturas religiosas mayoritarias y minoritarias, la cultura de masas impuesta por complejos sistemas mediáticos nacionales y transnacionales, la cultura artística de las clases cultivadas, la cultura étnica de los enclaves indígenas, la cultura obrera de las zonas industriales, las culturas populares de la vecindades de origen pueblerino o rural, las culturas barriales de antigua sedimentación y otras más.

En esta densa red de la diversidad urbana “la identidad” se inscribe, necesariamente, en una multiplicidad de ámbitos de pertenencia que dan lugar a identidades diferenciadas; mismas que, a veces, se contraponen y, a veces, solo son distintas. Además de las antes mencionadas, las identidades urbanas se construyen también a partir de entidades más “clásicas” y evidentes: la etnia, el territorio, la clase social, así como de otras identidades colectivas arraigadas en distintos campos de interés o actividades sectoriales.

En términos de la etnia, las identidades se erigen desde la experiencia de los numerosos grupos de migrantes que anidan en la ciudad y reproducen, en espacios delimitados, modos de vida, tradiciones, costumbres y lenguajes propios. Los hay nacionales y extranjeros; indígenas, regionales e internacionales, y en todas las grandes urbes del planeta: la colonia mazahua o mixe, el Barrio Latino, Litle Italy, Chinatowm, Koreatown, el barrio judío, El Raval barcelonés (población africana), entre muchos otros.

En cuanto al territorio, las identidades urbanas se construyen a partir de formas de asentamiento diferenciadas y jurisdicciones históricas. La vecindad es el ámbito de su reproducción y experiencia en la vida local, y dan lugar a espacios de pertenencia y adscripción voluntaria que se concretan en códigos de convivencia y cooperación, reproducción de fiestas tradicionales y prácticas cívicas. En algunas ciudades se preservan los pueblos originarios (Ciudad de México) o las Comunas (Quito); en otras, los barrios tradicionales o populares, así como las colonias o zonas residenciales.

La clase social también es referente de identidad en términos de prácticas espaciales y culturales. Los élites se decantan por lo “exclusivo” y “selecto” (zonas habitacionales, comercios, sitios de esparcimiento), formas de consumo altamente individualizadas, aspiraciones cosmopolitas y hábitos de corte conservador. Los sectores medios, por lo “versátil” y “novedoso”: uso intensivo de redes sociales, cultura de masas (arte y espectáculos), proclividad a actividades de tipo intelectual, hábitos de consumo diferenciados (plazas comerciales, bazares, tianguis callejeros). Las “clases populares”, por una tendencia a la vida comunitaria, formas de solidaridad y apoyo, fiestas tradicionales y prácticas ligadas a la religiosidad, uso y apropiación de espacios públicos —las calles y plazas particularmente—, esparcimiento deportivo, flexibilidad ante normas y reglas.

Además de lo anterior, la vida urbana está poblada por numerosas identidades colectivas en función de la edad, las prácticas religiosas, las demandas sociales. Así, proliferan movimientos y colectividades que constituyen un “nosotros” en torno a las luchas por el espacio urbano o por los bienes de la ciudad: colonos, solicitantes de vivienda, ambientalistas, feministas, estudiantes y sindicalistas, entre otros. De igual manera, se generan identidades en torno a la diferencia de género y la lucha por su acreditación e inclusión en el tejido social homosexuales, transgénero y transexuales. También aquellos que se conforman como grupo de referencia por su circunstancia etaria, en particular los jóvenes, en función de sus prácticas culturales, ámbitos de expresión y acceso al espacio público y el trabajo. Finalmente, los que tienen su principal referente en las actividades religiosas y disputan el espacio territorial, ideológico y cultural en la urbe: católicos, protestantes, cristianos, islamistas, etcétera.   La diversidad inherente a la ciudad es una fuente natural de construcción de identidades y negociación de intereses; por tanto, es una fuente de generación de ciudadanías, en plural. En la ciudad se vive una ciudadanía diferenciada, no homogénea, que reclama una política de la diferencia; no se reconoce, en cambio, en la “igualdad universal” de la democracia liberal. La igualdad, en este sentido, no es acorde con la realidad vivida en el espacio urbano contemporáneo.


REFERENCIAS

| Alejandro, Roberto (1993). Hermeneutics, Citizenship and Public Sphere. New York: State University of New York.

| Álvarez, Lucía (2020). “Ciudadanía, vivienda y construcción de comunidad en la metrópoli”, en Roberto Eibenshutz y Laura Carrillo (coordinadores), Repensar la Metrópoli III. Tomo II Participación social. México: anuies/Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco.

| Carrión, Fernando (2018). “Metrópolis y urbanización en el mundo actual”. Conferencia magistral, Tercer Seminario Internacional Repensar la Metrópoli III. México, Universidad Autónoma Metropolitana, 22 de octubre de 2018.

| Elorza, Orlando (2018). “Fronteras simbólicas y acceso a la cultura. Desafíos para el ejercicio de los derechos culturales en la Colonia Guerrero. Ciudad de México”. Tesis de maestría en Ciencias Antropológicas, Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa.

| García Canclini, Néstor (2016). Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad. México: Debolsillo.

| Giménez, Gilberto  (2007). Estudios sobre la cultura y las identidades sociales. México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Occidente.

_______________ (2019). “La culturas urbanas como proceso de interculturación generalizada”, en Gilberto Giménez y Natividad Gutiérrez Chong (compiladores), Las culturas hoy. México: Instituto de Investigaciones Sociales/UNAM.

| Nivón, Eduardo (1998). Cultura urbana y movimientos sociales. México: Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa.

| Tamayo, Sergio (2010). Crítica de la ciudadanía. México: Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco/Siglo XXI Editores.

| Wirth, Louis (1938).  “Urbanism as Way of Life”, en American Journal of Sociology, vol. 44, no. 1, July, 1938, The University of Chicago Press. Disponible en: https://www.jstor.org/stable/2768119.

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Lucía Álvarez Enríquez

Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades, CEIICH-UNAM
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