Desigualdad y miedo en la urbe

Los espacios públicos son aún masculinos y masculinizantes. Zonas de incertidumbre donde la violencia física y simbólica contra las mujeres ha sido “normalizada” o aceptada socialmente. La impunidad está garantizada. Por ahora, el derecho a la ciudad para todas y todos es simple retórica.

| Comentario de Eva Leticia Ortiz

Si bien los espacios públicos se diseñan para responder a ciertas necesidades y cumplir con determinadas actividades, son las personas quienes determinan su verdadera función y construyen su significado (Páramo, 2007). Estos significados perfilan usos y prácticas que se reproducen socialmente. A partir de una mirada histórica de la ciudad se observa que el espacio público ha sido el lenguaje silencioso de la sociedad: expresión de sus valores, excesos y temores que evidencia diferencias y desigualdades en el tiempo.

Los orígenes de la ciudad, como realidad y como concepto, han sido marcados, en gran medida, por la necesidad de garantizar márgenes de seguridad en las comunidades humanas. Para cumplir con ese objetivo, se generaron espacios, estructuras sociales y de poder, se estableció una relación “dentro-fuera” con fronteras como límite real y metafórico que hacían del espacio urbano un lugar ordenado y protegido de amenazas externas.

En ese proceso, lo público quedó como residual, no deseado y al servicio de quien no tenía más alternativa (Gutiérrez, 2005). De esta dinámica se desprende que el derecho a la ciudad para todos sus habitantes —a transitarla, apropiarse de ella y disfrutarla— se haya convertido en uno de los principios más vulnerados en tiempos recientes. La violencia en las urbes nos despoja de ese derecho.

La violencia en las ciudades, la que se vive y la que se percibe, constituye una problemática emergente, compleja y preocupante en la agenda de gobiernos y sociedades. Sin embargo, estas violencias no son vividas ni sentidas de igual manera: no es lo mismo ser mujer que hombre, joven que adulto mayor, pobre que rico (Falú, 2014).

El miedo regula la vida social (Kessler, 2009), construyendo una idea de lo amenazante como la otredad, asociada a grupos o personas estigmatizados. En esta perspectiva, la espacialidad parece indiferente. Sin embargo, como una construcción permanente y conflictiva, el estudio de la ciudad reclama la incorporación de la categoría género en el análisis y la reflexión para dar cuenta de las asimetrías de las relaciones jerárquicas y de subordinación en su expresión territorial (Massey, 1994).

La génesis de la violencia urbana

La realidad urbana aparece, esencialmente, insegura; situación que se percibe como inevitable y reiterada, lo que trae como secuela diversos grados de temor y hasta resignación. La experiencia de los espacios físicos y simbólicos con los que se identifican las infancias ejerce una influencia paralizante, puesto que el recorrido espacial produce miedo (Del Valle, 2008). De este modo, poco a poco, los espacios públicos se transforman en lugares de tránsito o, directamente, en sitios que deben evitarse; pasan a ser espacios “ciegos” de la ciudad, lo cual refuerza su peligrosidad. El resultado es una pérdida de espacios de interacción social, aquellos donde se construye identidad y pertenencia colectiva, lo que favorece el aislamiento y la pérdida de vínculos sociales.

La violencia hacia las mujeres expresa la persistencia de la desigualdad existente en nuestra sociedad, basada en estereotipos de género que tienden a perpetuar las conductas de dominio que se derivan de ello. Tal limitación afecta sus proyectos vitales, pues gran parte de las conductas tendentes a evitar el espacio público se originan en la socialización temprana mediante un conjunto de normas explícitas o implícitas que lo califican como peligroso para las niñas y las mujeres (Román, 2009).

Doreen Masey (2001) propone la lectura de los significados simbólicos de lugar y espacio a partir del género y de cómo se articulan formas específicas en su construcción; especialmente entre las nociones de lo público y lo privado y sus impactos en lo que se considera femenino y masculino a lo largo de la historia. Justamente, en dicha dicotomía las mujeres permanecerán invisibles en las ciudades, relegadas a lo privado (Falú, 2002), al trabajo doméstico y reproductivo, desconociendo o ignorando las relaciones distintas, asimétricas, entre varones y mujeres mediante la supuesta neutralidad del espacio.

La génesis de la violencia urbana reside en la cultura patriarcal que permea las lógicas institucionales y se sostiene con la “naturalización”, la aceptación social y la impunidad de las violencias. Si bien las mujeres no eran sujetos de derecho en la ciudad —ni a su uso, tránsito y disfrute—, también debe reconocerse que siempre han sido partícipes activas en la construcción, mejora y mantenimiento de asentamientos humanos en todos los tiempos (Falú, 2014). Lo público y lo privado son construcciones sociales y, simultáneamente, espacios de tensión y conflicto que expresan situaciones de inequidad construidas históricamente.

A pesar de los avances de las mujeres en la conquista de sus derechos, los espacios públicos son aún masculinos y masculinizantes; espacios en los que las violencias contra ellas se ejerce como mecanismo de restricción de sus derechos. Se trata no sólo de espacios físicos, también, simbólicos; espacios fragmentados y desiguales con zonas privilegiadas (altos niveles de vida) que contrastan con periferias desurbanizadas y centralidades degradadas, generalmente feminizadas.

La violencia basada en el género se refiere a una gama de costumbres, prácticas machistas, que imponen pautas de una masculinidad basada en el uso de la fuerza y la violencia en las relaciones entre hombres y en contra de mujeres de todas las edades. Estas prácticas abarcan diversos tipos de comportamientos físicos, emocionales, sexuales o económicos, hasta llegar incluso a la privación de la vida.

Reconocer la especificidad de la violencia hacia las mujeres en las ciudades, en los espacios públicos, es un proceso complejo que requiere visibilizar las causas y consecuencias que tienen en la vida de las mujeres, y diseñar estrategias complejas que incorporen los factores relativos a la vida cotidiana. Las múltiples restricciones en sus derechos ciudadanos que afectan a las mujeres de los sectores vulnerabilizados contribuyen a que la violencia que experimentan en la ciudad no sea vista como un problema prioritario, sino como una más de las violencias que se viven cotidianamente. Resulta fundamental, como parte de este proceso, cuestionar el discurso que culpabiliza y responsabiliza a las mujeres por las violencias que viven.

Percepción del miedo

La percepción del miedo en las mujeres se encuentra condicionada por los tipos de lugares y sus características. Se percibe de forma más intensa en espacios públicos poco iluminados o poco transitados: túneles, parques y calles estrechas, así como sitios desconocidos (Rodó, 2019). Pero el “cuándo” es casi más importante que el “dónde”; el momento del día, de la semana o del año son determinantes de la libertad, la seguridad y el confort de las mujeres en el uso del espacio público. Asimismo, el “cómo” resulta relevante para situar el miedo: transitar sola o acompañada por determinados lugares transforma la sensación de inseguridad.

De acuerdo con Ana Falú (1994), la internalización cultural del espacio público como masculino contribuye a que las mujeres, cuando son víctimas de algún delito en la vía pública, se sientan responsables por circular en horarios o con vestimentas considerados socialmente inapropiados.

La percepción del miedo está fuertemente espacializada y socialmente configurada según las relaciones de género y edad. Por ejemplo, los espacios festivos nocturnos son lugares de reforzamiento de la masculinidad tradicional; el miedo se convierte en herramienta de control hacia las mujeres, quienes experimentan un estado de alerta permanente, lo que limita la libertad, el disfrute y el uso del espacio público. El hecho de cambiar itinerarios o actividades constituye una cuestión de poder en el espacio, o de ausencia de éste (Rodó, 2019).

Perversamente, la prohibición de ingreso a lo público no es evidente sino que se asume como renuncia individual, ocultando su carácter colectivo (Román, 2009). Así, las mujeres desarrollan estrategias individuales o colectivas para superar los obstáculos a fin de usar y disfrutar de las ciudades; pero, en otros casos, puede generar un proceso de retraimiento que conduce al abandono de lo público. Las consecuencias son graves, en lo personal y lo colectivo, pues se fortalecen los sentimientos de inseguridad, se debilita la autoestima, se incrementan las dependencias y se socava la ciudadanía de las mujeres (Falú, 2014).

El miedo en el espacio público no sólo implica la restricción coercitiva del acceso a la ciudad para las mujeres; también contribuye a invisibilizar las violencias cotidianas que se dan en el ámbito privado. El miedo genera desigualdad y, al no atender las causas del miedo, la ciudad se convierte en reproductora de violencia. Miedo, violencia y desigualdad son temas que deben ser estudiados con seriedad desde las disciplinas proyectuales del espacio habitable.

Relaciones asimétricas

El análisis del espacio público y su disfrute no puede restringirse a la dimensión espacial; debe abordarse, también, como escenario democrático de expresión cultural que da vida a las ciudades y soporta la vida en común; las distintas expresiones sociales y simbólicas de individuos y grupos sociales. Cumpliendo, además, un papel importante como elemento vital para la evocación de la memoria histórica colectiva de las ciudades (Páramo P., 2014).

Una ciudad democrática debe ser una ciudad segura, inclusiva y equitativa. Para ello es imprescindible recuperar los espacios públicos como lugares de relación social, de identidad y alteridad, de conflictividad y de expresión comunitaria y política.

Reconocer el derecho a usar y disfrutar los espacios públicos fue dando lugar a la pregunta sobre las transformaciones necesarias y posibles para que el derecho a la ciudad no sea sólo retórico. Abordar la problemática de la violencia, la inseguridad y el temor en la ciudad fue generando entre las mujeres un espacio de encuentro en el cual, no sin tensiones ni conflictos, cobra una nueva significación la propuesta de trabajar colectivamente por una ciudad sin violencia hacia las mujeres como condición de una ciudad segura para todos (Blanes, 2013).

Si se concibe lo privado y lo público como componentes articulados de un mismo espacio político, esto significa reconocer que las intervenciones, políticas y proyectos, así como el espacio físico y social de la vivienda y su entorno, no son neutros. Al contrario, son habitados de manera distinta por diferentes actores con efectos diferenciados para cada grupo, según sea su condición; pero, sobre todo, que están atravesados por relaciones desiguales de poder.

En consecuencia, las acciones que se realicen bajo esta mirada pueden contribuir a una mayor equidad si toman en cuenta estas consideraciones o, si las desconocen, a perpetuar las condiciones de desigualdad entre géneros (Saborido, 2013).

Pensar en las necesidades físicas y sociales de los diversos grupos contribuiría a una mayor apropiación y democratización del espacio público por un mayor número de personas, en periodos más extendidos, reduciendo la inseguridad y la segregación en las ciudades, diluyendo las fronteras a la habitabilidad que constituye el miedo. Debemos reiterarlo: el espacio público ha sido el lenguaje silencioso de la sociedad, la expresión de sus valores, sus excesos y temores; pero, también, de las diferencias, tensiones y desigualdades que deberán reconfigurar sus fronteras constantemente, a fin de construir sociedades y ciudades más sensibles, más justas, para todas y todos.


REFERENCIAS

| Blanes, Paola (2013). “Ni solas ni silenciadas, en la calle libres y desatadas”, en Red Mujer y Hábitat de América Latina, eds., Construyendo ciudades seguras, Santiago de Chile, onu Mujeres.

| Del Valle, Teresa (2008). “Cultura del poder desde y hacia las mujeres”, en Margaret Bullen y Carmen Diez, coords., Retos teóricos y nuevas prácticas, España, Ankulegi, pp. 141-174.

| Falú, Ana, ed. (2002). Ciudades para varones y mujeres. Herramientas para la acción, Córdoba, CICSA.

________ (2014). “El derecho de las mujeres a la ciudad. Espacios públicos sin discriminaciones y violencias”, en Vivienda y Ciudad, vol. 1, pp. 10-28.

| Gutiérrez, Obdulia (2005). La ciudad y el miedo, España, Universidad de Girona.

| Kessler, Gabriel (2009). El sentimiento de inseguridad: sociología del temor al delito, Buenos Aires: Siglo XXI.

| Massey, Doreen (1994). Space, place and gender, Cambridge, Polity Press.

__________ (2001). “Geography on the agenda”, en Progress in Human Geography, vol. 25, núm.1, pp. 5-17.

| Páramo, Pablo (2007). El significado de los lugares públicos para la gente de Bogotá, Bogotá, Universidad Pedagógica Nacional.

__________ (2014). “Los usos y la apropiación del espacio público para el fortalecimiento de la democracia”, en Revista de Arquitectura, vol. 16, pp. 6-15.

| Rodó, María et al (2019). “La configuración y las consecuencias del miedo en el espacio público desde la perspectiva de género”, en Revista Española de Investigaciones Sociológicas, núm. 167, pp. 89-106.

| Román, Marta (2009). “Recuperar la confianza, recuperar la ciudad”, en Ana Falú, ed., Mujeres en la ciudad. De violencias y derechos, Santiago de Chile, Unifem.

| Saborido, Marisol (2013). “Enfrentando el desafío de construir barrios y ciudades más seguros e inclusivos para todos y todas”, en Red Mujer y Hábitat de América Latina, eds., Construyendo ciudades seguras, Santiago de Chile, ONU Mujeres.

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Eva Leticia Ortiz

Facultad de Arquitectura, UNAM
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