Medios, mensajes, redes, virtualidad… La nueva era

Huella intangible, quizá. Huella depredadora, tal vez. ¿Serán las tecnologías de la información y la comunicación “la última gran huella” que marcará el tiempo de la humanidad sobre el planeta?

Las tecnologías de la información y de la comunicación conforman una de las columnas que sostienen el estadio más avanzado de una era a la que, para bien o mal, algunos llaman Antropoceno. Si en un hipotético y muy lejano futuro se viera el paso del hombre por la Tierra, una de las primeras evidencias de su dominio sobre del planeta sería la huella tecnológica que ha dejado, con mucha mayor fuerza, durante el siglo XX y el actual. Quizá, para ese momento del porvenir –no tiene por qué ser una exageración– la tecnología será un rasgo inherente a nuestra evolución y estaremos viviendo a plenitud nuestra era. Aunque podría ser todo lo contrario.

¿Qué ocurre ahora con la comunicación? ¿Qué pasa con ese acto que está siendo delimitado por los instrumentos que la misma humanidad creó para potenciarlo? ¿Qué es, hoy, ese poner en común cuyos aspectos tecnológicos condicionan, también, la transformación del mundo? Valga la siguiente reflexión para acercarnos a las posibles respuestas a estas interrogantes.

Comunicar con todo y todos

Comunicar es algo inherente al ser humano, omnipresente en la vida toda de las personas. Es la manera en la que intercambiamos información sobre ideas, sentimientos y actitudes. Está en la forma en la que percibimos, interpretamos los significados, las intenciones y, desde luego, la utilidad de lo que intercambiamos. Eso es comunicación, entre muchas otras posibilidades.

Por medio de la comunicación conocemos el mundo, nos ubicarnos en él, nos relacionamos y confrontamos –al hacer uso del lenguaje oral, escrito o gráfico– diversos puntos de vista mediante el diálogo, el debate o la discusión. Es decir, nos comunicamos de distintas formas, en diferentes niveles de profundidad y a través de múltiples medios.

Desde esa perspectiva, la fantasía humana pone en juego todos los sentidos en la creación y recreación de una “realidad” artificial y artificiosa producto de la acción del hombre. Más allá del orden natural, se trata de una creación en verdad antropocéntrica, centrada en el ser humano.

Percibimos e interpretamos el mundo según nuestros sentidos. Pero lo asombroso es que cada uno lo hace de manera diferente, según sus experiencias y sensaciones. De allí que algo tan natural como poner las cosas en común y entenderlas de la misma manera (con la misma intención y significado) sea algo bastante complejo, tan fácil o difícil de realizar como lo permitan las respectivas habilidades personales y grupales, así como de los objetivos e intenciones con los que se comunica.

Recordemos que la comunicación humana está permeada por las intenciones de quien emite el mensaje y, sobre todo, de cómo lo percibe e interpreta el destinatario de acuerdo con la situación en la que se recibe dicho mensaje. Los mensajes tienen, o pueden tener, diversos y distintos significados según se estructuren y se organicen, así como de los medios y códigos utilizados para transmitirlos y los momentos en que se lleven a cabo. Importa, además, la complejidad de la comunicación con personas y grupos en diferentes ámbitos (individual o colectivo, público o privado, directo o indirecto), por diversos medios y para distintos públicos o comunidades con objetivos específicos y particulares.

En resumen: la comunicación permite al ser humano formarse una idea del mundo, ubicarse en él y en su medioambiente, informándose para tomar decisiones efectivas y oportunas y actuar en consecuencia para transformar su realidad. ¿Qué ocurre si esa información no es de calidad, está tergiversada o sirve a intereses particulares?

Durante el siglo XX, los llamados mass media desempeñaron un papel central en la transformación de las relaciones sociales, culturales y económicas. En el siglo xxi, esos medios quedaron integrados en las redes de internet y sus canales. Desde ahí se lidera, actualmente, la instauración de una nueva cosmovisión basada en la virtualidad de las relaciones humanas y el impulso hacia la simbiosis del ser humano con sus creaciones informáticas. Una transformación que los apologistas de la digitalización de la sociedad y del individuo (los llamados “transhumanistas”) consideran un paso evolutivo del ser humano.

Pero no hay que perder de vista que las acciones de la humanidad –aun, y sobre todo, en el camino de la superación de sí misma– tienen consecuencias sobre el entorno planetario. Las formas actuales de comunicación, junto con los propósitos e instrumentos con los que se lleva a cabo, están a la cabeza de esas repercusiones.

¿Quién puede negar, entonces, que el ejercicio de la comunicación en el mundo globalizado influye en las decisiones finales sobre muchos de los grandes problemas que enfrentan nuestras sociedades? Gases de efecto invernadero, daños irreversibles ocasionados por un sistema económico basado en el consumo irracional y el uso abusivo de los recursos naturales que pone en peligro la existencia de la misma humanidad. La manera en que se comunica y se asume la información que los medios distribuyen sobre esos problemas determina, en gran medida, su pervivencia o solución.

Si bien en los medios de información y las redes sociodigitales se promueve ampliamente la responsabilidad social como parte de la solución a esos y otros problemas, paradójicamente existe una agresiva promoción mediática de un estilo de vida impregnado de individualismo egoísta, cuyo resultado es, precisamente, la intensificación de la debacle.

¿Quién controla a quién?

La tecnología ha transformado el modo, el nivel y la calidad de vida en todos los ámbitos de la actividad humana. De ahí se ha derivado una cultura que refleja el espíritu de la época con sus costumbres, tradiciones, creencias, hábitos, principios, valores y pautas de comportamiento. Realidad, pensamiento, cultura y comunicación están estrechamente relacionados, y cada época nos muestra una narrativa particular producto de esa interrelación.

Por ejemplo, el industrialismo, que empezó con la máquina de vapor y las fábricas, derivó en una multiplicidad de inventos e innovaciones técnicas a lo largo del siglo XX cuyas consecuencias, positivas y negativas, sustentaron la idea del “progreso”. Sobre todo en la centuria pasada, la comunicación y sus medios se constituyeron como uno de los principales instrumentos para exaltar las virtudes de ese modelo de desarrollo y ocultar sus fallas.

Su rostro más dañino se hizo evidente después de la Segunda Guerra Mundial, cuando la expansión industrial despliega los rudimentos de la informática. En ese momento ocurre la llamada “gran aceleración” y se dispararon todos los indicadores disponibles sobre recursos primarios, utilización de energía, crecimiento demográfico, actividad económica y deterioro de la biosfera. Al mismo tiempo, al aprovechar las nuevas tecnologías de la información, se dispara la narrativa que justifica su cosmovisión.

En ese contexto, no sobra preguntarnos cómo llegamos hasta aquí, con la información y la comunicación como puntales de la mutación social y económica. Una posible respuesta la prefiguran dos características: la rapidez y la amplitud de cobertura que adquirió la comunicación en las últimas décadas del siglo pasado. Estos dos rasgos han permitido que las tecnologías de la información y la comunicación, las llamadas TIC, hayan liderado la configuración de la “aldea global” que hoy se despliega sobre el planeta, como lo anticipara desde mediados del siglo XX el estudioso de la comunicación Marshall McLuhan.

En ese ambiente de rapidez extrema que nos impone esta “sociedad de la información” vivimos el imperio de lo efímero, de lo fugaz y de la ligereza, como apunta el filósofo Gilles Lipovetsky. O, como lo definiera el sociólogo Zygmut Bauman con su concepto de “sociedad líquida”: la vida de las personas se les escapa como agua entre los dedos, sobre todo en las grandes ciudades donde la aceleración crea una sensación de vértigo.

Para comprender a esta “sociedad de la información” debemos voltear a ver la historia de la comunicación y sus medios. Realicemos un paréntesis en el tiempo, un viaje al pasado con nuestra imaginación, y visualicemos cómo la gente se comunicaba a distancia por medio de viajeros o de palomas mensajeras. Se antoja difícil de creer que existieran esos y otros medios cuando observamos lo que, en el eterno presente, nos ofrece la actual tecnología.

Un buen ejemplo de ello es lo que vivimos en tiempos de pandemia. Se nos adelantó el futuro y, a pesar de vivir enclaustrados y ser presas de un enemigo “invisible”, podemos establecer “comunicación” y realizar “a distancia” actividades cotidianas como trabajar y estudiar “en línea”, de manera virtual. Vivimos el tiempo de las plataformas y las aplicaciones digitales que, ciertamente, simplifican y agilizan las operaciones sociales y comerciales, pero sin un acceso equitativo para toda la población.

En esta situación, quienes usan las tecnologías se han dividido entre “nativos digitales” y “migrantes digitales”. Los primeros forman parte de una generación formada desde la niñez para el uso de las nuevas tecnologías; los segundos –que provienen de una cultura “analógica”–, en ocasiones ni siquiera pueden migrar con eficacia por la falta de competencias y oportunidades tecnológicas, cuando no porque llegan del vasto universo de exclusión formado por los analfabetos digitales.

Es evidente que los beneficios de la tecnologización no se distribuyen de manera equitativa. Puede hablarse de “conectados” y “desconectados” (como los llamaría el sociólogo Jeremy Rifkin), no sólo de la tecnología sino, también, del bienestar y el desarrollo. La globalización es, de suyo, profundamente desigual y asimétrica y deja a la capacidad de gestión de cada individuo el aprovechamiento de sus posibilidades. No olvidemos que el mundo es un sistema: un modelo económico-político estructurado en el que todo se relaciona con todo. El control de la información y la comunicación está en el centro.

Esto queda muy claro cuando pensamos en la internacionalización del capital; un flujo global que, gracias a las comunicaciones digitales, permite que las actividades financieras se lleven a cabo prácticamente al instante desde cualquier parte del mundo. Este turbocapitalismo financiero y especulativo hace cada vez más salvaje y sutil a ese fantástico modelo económico derivado del vencedor de la Segunda Guerra Mundial. Se trata de un capitalismo con nuevo rostro que, aunque a cada momento evidencia más claramente su agotamiento, parece no
tener final.

Epílogo o lo que debemos poner en común

A partir de estas rápidas reflexiones podemos concluir que la comunicación hace más humanos a los seres humanos. Son los flujos de la comunicación los que han marcado a la humanidad desde la Antigüedad y, al mismo tiempo, con ellos ha marcado al planeta que lo acoge: las redes que desde entonces ha creado (de caminos, marítimas, de transporte, de consumo) están sostenidas, precisamente, por esos flujos, como lo demostró Armand Mattelart en su Historia de la sociedad de la información. Y es la suma de las características y propósitos de esas redes la que se despliega hoy en internet, la gran red de redes.

He aquí la última gran huella de la humanidad que marca su era: la tecnología de la información y la comunicación. ¿Será para su beneficio o para su destrucción? No lo sabemos, pero de lo que debemos tener certeza es que nos queda una importante tarea: si lo entendemos, podemos ir más allá con la comunicación en su forma y tendencia actuales. Sin duda, podemos potenciar nuestra capacidad de poner en común y mejorar nuestro presente a la luz de un futuro compartido más inclusivo, equitativo y, sobre todo, uno en el que el individuo sea más respetuoso consigo mismo y con todo lo que le rodea. ¿Qué mejor huella podríamos dejar en el Antropoceno?

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Sergio Montero Olivares

Profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, de la UNAM
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