Resiliencia chilanga

Para la tercera década del siglo XXI, la Ciudad de México enfrentará retos que podrían llevarla al colapso. ¿Es concebible “el fin” de la gran capital? Nada es imposible, desde luego, pero la visión apocalíptica olvida que la urbe es mucho más que el frágil equilibrio entre el orden y el caos: es el reflejo de la sociedad que la hace y rehace cada día.

| Comentario de Blanca Azalia Rosas Barrera

Partamos de una pregunta básica: ¿la ciudad es un objeto histórico? La respuesta es sí. La ciudad —el concepto, la experiencia y su materialidad— cambia en el tiempo y el espacio. Incluso hay quienes consideran a la ciudad como un organismo vivo y dinámico, en constante transformación.

Sin embargo, para hablar de la historicidad de la ciudad debemos considerar a los sujetos, a quienes viven en ella, a los que la planean y ordenan, a aquéllos que la imaginan. Así, la ciudad se revela como el resultado de la interacción entre la sociedad y el medio físico que ocupa. Este medio físico se diferencia, además, de otros donde dicha interacción es, también, distinta.

Evitando el reduccionismo de oponer la ciudad al campo, podemos sugerir que las diferencias entre una y otro hacen necesaria su interdependencia; es decir, una depende del otro para cubrir necesidades sociales e individuales como el abastecimiento, los servicios, la mano de obra, por mencionar algunas.

CdMx: el orden y el caos

Para no complicar este texto con categorías y conceptos abstractos, ahondemos en un ejemplo: la Ciudad de México.

Llamada la Ciudad de los Palacios, Chilangolandia, el antiguo Distrito Federal, la Capital o, simplemente, México. Fundada sobre otra ciudad, Tenochtitlan, asentada en el centro de un lago, pasaría por distintos regímenes políticos durante más de 500 años de historia.

Los cambios políticos serían lentos y graduales, como el crecimiento de la población y de la mancha urbana, al menos hasta finales del siglo XIX, cuando el país se vio salpicado por la bonanza económica generada por el imperialismo.

En lo material, se desarrolló un estilo arquitectónico ecléctico; el gobierno urbano se centralizó y su administración se profesionalizó. Finalmente, la sociedad encontró nuevas formas de diferenciarse en grupos y clases.

El acelerado crecimiento de la Ciudad de México a lo largo del siglo XX, de su población, de su espacio, sentó las bases para su transformación en megalópolis. Asimilada al Distrito Federal en 1970, se consolidó como el centro generador del área metropolitana conformada por los estados de México, Puebla y Tlaxcala para, finalmente, convertirse en una de las 32 entidades de la República Mexicana en 2016.

Sede de los poderes federales, centro de fuerte atracción comercial y cultural, núcleo de actividades políticas y sociales de alcance nacional. Sin duda, una ciudad peculiar, como todas las grandes urbes.

En los inicios del siglo XXI la capital mexicana enfrenta muchos retos, algunos que podría no sortear y llevarla al colapso. Los desastres naturales, la sobrepoblación, la concentración desmedida de fuentes de empleo, oferta educativa y de servicios, con sus respectivas consecuencias (desabasto de agua, hundimiento del suelo, precarización del trabajo, desigualdad social…) ¿podrían llevar al fin de la ciudad? Aunque es posible, me atrevería a afirmar que es muy difícil. Al igual que el medio físico, y la misma naturaleza, encuentra su camino. La ciudad mantiene su orden en el caos, pues es el reflejo de la sociedad que la hace y rehace día a día.

Entre un sinfín de interacciones sociales efímeras, superficiales y, muchas veces, violentas, la población urbana se abre paso, de forma individual o colectiva, para vivir y sobrevivir la ciudad. La sociedad se adapta al entorno y, a su vez, adapta el medio físico a sus necesidades básicas y extraordinarias.

La vecindad hace comunidad

Es cierto que la Ciudad de México mantiene en su espacio físico aquella estratificación que diferencia el este popular del oeste “burgués” desde el Porfiriato, pero estas diferencias se han matizado y complejizado. No sólo por el crecimiento de la ciudad hacia donde las jurisdicciones políticas y la geografía lo permiten, sino, en gran medida, debido a los variados medios de comunicación que hacen del transeúnte el modelador de un espacio que debe adaptarse al movimiento.

No obstante, las diferencias también pueden dejarse atrás. Los terremotos de 1985 y 2017 son los mejores ejemplos de solidaridad y apoyo que se manifestaron en acciones civiles, más que oficiales, para auxiliar a los damnificados y, posteriormente, reconstruir la ciudad.

En casos más localizados, algunos barrios mantienen la convivencia emanada de la supervivencia de usos y costumbres, que se expresa no sólo en las fiestas sino en el apoyo mutuo para la autogestión en la construcción y habilitación de viviendas. Por su parte, en las colonias más organizadas se gestiona el arreglo de los espacios públicos. Los vecinos siguen haciendo ciudad, la ciudad que quieren.

Se trata de una cuestión más compleja que la idiosincrasia del mexicano, pues la ciudad misma se vuelve crisol cultural por atraer la migración nacional e internacional. En las unidades más pequeñas de ordenamiento y demarcación urbana —el barrio, la colonia o la calle— la figura del vecino se consolida como la forma más básica de hacer comunidad, de apoyar causas mutuas y exigir al gobierno la resolución de necesidades.

La aglomeración de las viviendas se vuelve, así, incómoda, pero muchas veces conveniente. Sin importar las diferencias sociales, étnicas, de género y generacionales, la vecindad hace comunidad, pues la unión da mayores posibilidades de lograr objetivos concretos.

Tanto en el siglo XIX como en el XXI, los vecinos se organizan para exigir derechos; pero, también, para ayudar, reparar y, por qué no, celebrar a su comunidad. La suma de comunidades hace la ciudad, le dan rostro a la impersonalidad de las zonas de tránsito o aquellas cooptadas por el Estado para expresar símbolos de autoridad y nacionalismo. En resumen, históricamente, la ciudad se forma y transforma a partir de las interacciones sociales que se desarrollan, en diferentes niveles, dentro de sus espacios. Es decir, la unión de los vecinos en comunidades es indispensable para sortear o adaptarse, si no fuera posible encontrar soluciones definitivas, a las consecuencias que se comienzan a padecer por el agotamiento de los recursos naturales y del espacio para construir en la Ciudad de México: inmensa urbe que ha sobrevivido guerras civiles, inundaciones, terremotos, y que funciona a pesar de una muy cuestionable administración y falta de recursos; lo cual, sin duda, debe atribuirse a la resiliencia de su población.

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Blanca Azalia Rosas Barrera

Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM
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