¿Es posible una vejez saludable?

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El envejecimiento patológico no es el destino fatal de la existencia humana. El deterioro físico, mental y anímico de las personas mayores es producto de condiciones socioculturales, económicas y ambientales marcadas por la desigualdad. Las ciencias biológicas y sociales exploran múltiples vías para dar solución al gran desafío: extender el tiempo y mejorar la calidad de vida.

| Artículo de Verónica Montes de Oca y Clorinda Arias

El envejecimiento de las poblaciones se ha convertido en uno de las grandes temas estudiado en casi todas las universidades del mundo. La principal razón es evidente: el aumento en el porcentaje de personas mayores en la estructura demográfica de las sociedades contemporáneas supone impactos en la vida comunitaria, las relaciones de convivencia, los sistemas de salud y seguridad social y la actividad productiva, entre otros.

Sin embargo, esa misma dinámica plantea interrogantes en otros ámbitos que aún no encuentran respuesta satisfactoria: ¿cómo envejecemos?, ¿por qué algunos seres vivos alcanzan largos procesos de vida?, ¿qué factores influyen en los procesos de envejecimiento en determinados países o sectores de una misma sociedad? Estas preguntas son el trasfondo de innumerables investigaciones científicas, pues el envejecimiento es un proceso que puede abordarse desde distintos puntos de vista y, cada vez más, con un enfoque interdisciplinario.

Se trata de una problemática compleja que demanda combinar y potenciar el conocimiento acumulado por diferentes disciplinas. Lo que no excluye, por supuesto, la polémica o el contraste de posiciones. En este sentido, bastaría apuntar que uno de tantos debates al respecto tiene que ver con una idea controversial: la existencia de “determinantes” biológicos y sociales compartidos por todos los seres humanos. ¿La evidencia lo niega o lo confirma?

En este artículo revisamos algunos de los hallazgos más interesantes en las ciencias biológicas y sociales. El propósito es doble: por un lado, mostrar la heterogeneidad de los procesos de envejecimiento; por el otro, tal vez, ayudarnos a descifrar la paradoja que subyace al tema abordado: las personas quieren vivir más años, pero no envejecer ni morir.

Las razones de la biología

A partir del nacimiento, los seres vivos experimentan procesos de crecimiento, madurez, envejecimiento y muerte. Es lo que se denomina “ciclo vital”. Las dos primeras etapas no parecerían guardar mayor secreto. Sobre todo si se les compara con la tercera: el por qué y el cómo se envejece son aún siendo incógnitas por despejar, de ahí que se pretendan formular respuestas desde las disciplinas más diversas y con aproximaciones disímiles: evolutivas, bioquímicas, médicas, sociales, demográficas, etcétera.

Los estudios biológicos sostienen que el fenotipo de la mayoría de los mamíferos al envejecer es muy parecido, el cual puede resumirse de la siguiente manera: muchos grupos celulares dejan de reproducirse y entran en un estado conocido como “senescencia”, que los vuelve incapaces de regenerar y eliminar productos de deshecho, además de secretar moléculas que cambian el microambiente de las células vecinas, lo que produce inflamación crónica en los tejidos.

Desde la perspectiva biológica, el envejecimiento se describe como un proceso inevitable y paulatino de deterioro funcional de la mayoría de los órganos y sistemas que conforman a un ser vivo. Tal desgaste incrementa las posibilidades de padecer enfermedades crónicas y muerte; esto quiere decir que no ha sido seleccionado evolutivamente. Se afirma que el potencial evolutivo de la selección natural se pierde con la edad, al no eliminar alguna mutación genética producida en edades posteriores al periodo reproductivo; asimismo, que aquellos genes que codifican proteínas útiles para el desarrollo, pero necesarias para la reproducción de la especie, resultan perjudiciales para la longevidad. Es lo que se conoce como “teoría del antagonismo pleiotrópico”.

A pesar de todo ese conocimiento, no ha sido posible desarrollar una teoría unitaria sobre el envejecimiento, pues en éste participan múltiples causas y resulta difícil distinguir los eventos biológicos que conducen al deterioro morfológico y funcional a nivel celular y los que corresponden al organismo completo. Tampoco se ha logrado determinar con claridad si algunos de los eventos asociados con el envejecimiento son causa o consecuencia de éste. Una hipótesis sería la siguiente: es posible que, con el paso del tiempo, se produzcan eventos de desgaste celular –inherentes al reloj biológico– que se potencien por circunstancias ambientales y, así, consecutivamente, establezcan un círculo vicioso. Esto podría explicar la diferencias en el grado de desgaste de los órganos del cuerpo humano (corazón, cerebro, riñón, huesos y otros) que puede presentar un mismo individuo.

Son muchas las preguntas que pueden formularse respecto a este tema desde el punto de vista biológico. Algunas de esas interrogantes constituyen el tema principal de un buen número de investigaciones científicas. ¿Qué fuerzas biológicas conducen al envejecimiento? ¿La complejidad de funciones de los diferentes grupos celulares de un organismo es útil durante un determinado periodo y, después, se agota el potencial biológico y de vida? ¿Si desde el punto de vista evolutivo ha sido más costoso lograr la complejidad funcional de una célula, por qué no se mantiene con el paso del tiempo?

El conocimiento derivado de la investigación básica para entender algunos de estos procesos es abundante y preciso. No obstante, muchas incógnitas esperan ser despejadas.

La salud y sus contextos

No todos los seres vivos envejecen de la misma forma. Aunque todos son mortales, la tasa de decaimiento funcional no acontece a la misma velocidad ni con la misma magnitud.

Algunas especies, como los celacantos de aguas profundas, los peces de roca, la tortuga gigante de Aldabra, la “rata desnuda” o ratopín, son ejemplos de seres con una vida larga que mueren antes de presentar signos claros de envejecimiento. Incluso, se han encontrado especies que no mueren; por ejemplo, la “medusa inmortal” (T. dohrnii), capaz de regresar a un estado larvario y recrecer en organismos adultos durante incontables ciclos.

Un buen número de investigaciones han mostrado que la manipulación de algunos genes puede retrasar el envejecimiento en ciertas especies. Desde la perspectiva biomédica, la mayoría de las investigaciones actuales se ha enfocado en la búsqueda de esos genes que promueven una mayor o menor longevidad. Experimentos con los llamados “gerontogenes” han dado como resultado un alargamiento de la vida en algunos modelos animales.

La mayoría de esos estudios se han hecho en especies muy alejadas del ser humano, como el gusano C. elegans o la mosca D. melanogaster. Sin embargo, permitieron describir algunas vías de señalización muy básicas asociadas con una mayor duración de la vida y una menor tasa de enfermedades, que modulan preferentemente la obtención y la utilización de energía por parte de la célula. También se ha llevado a cabo en ratones una “reprogramación genética” que logra rejuvenecer diversos tejidos, restituyendo a las células su potencial casi embrionario y pluripotente mediante la expresión de ciertos factores moleculares. Recientemente, experimentos de infusión de sangre de ratones jóvenes a ratones viejos dieron como resultado la prolongación de la vida de estos últimos en 6-9%.

Desde luego, elegir un modelo de estudio animal con un ciclo de vida diferente –y sin la complejidad biológica, conductual y social de otras especies– tiene sus limitaciones. Lo cierto es que cumplen su función: ampliar el conocimiento sobre los mecanismos del ciclo vital, una de las vías indispensables para encontrar soluciones al dilema humano.

Otra de las vías, de variadas bifurcaciones, es la exploración de los factores sociales, culturales, demográficos y ambientales que determinan las formas de envejecimiento de los seres humanos y contribuyen a “desfasar” el envejecimiento biológico del cronológico.

Una corriente importante de la gerociencia, por ejemplo, la cual estudia el papel que juegan los diferentes tipos de dieta, los efectos negativos del sedentarismo e, incluso, las desventajas socioeconómicas que aumentan el riesgo de un envejecimiento asociado con enfermedades crónicas o con la prevalencia de deterioro cognitivo por medio de mecanismos que aceleran el envejecimiento biológico. Tal evidencia confirma las interrelaciones entre factores ambientales y la salud.

En ese sentido, conviene registrar los avances logrados por la humanidad a lo largo de siglos. Progreso incuestionable, sobra decirlo; pero, al mismo tiempo, muy relativo.

La llamada “esperanza de vida” de los seres humanos representa una medida promedio de las condiciones de salud global de una población. En consecuencia, es tan variable como las condiciones sociales, económicas y culturales de las diferentes naciones. A pesar de ello, se ha transitado de una esperanza de vida de alrededor de 30 años, en la época previa a la irrupción de la modernidad, a un promedio de 70 años en el mundo contemporáneo. Sin embargo, por tratarse de un promedio, los rasgos de variabilidad entre países o regiones del mundo son muy grandes: en naciones africanas, por ejemplo, la esperanza de vida es menor a 60 años; en Japón supera los 80.

Gracias al avance de la medicina y otras ciencias de la salud, la expectativa de vida de los seres humanos es cada vez mayor. De ahí la importancia de conocer con mayor precisión la variedad de mecanismos que subyacen al proceso de envejecimiento, para que una mayor esperanza de vida se acompañe de una mejor calidad de vida.

Debemos insistir en la idea central de este artículo: el envejecimiento no es un proceso simple. Muchas variables biológicas llevan, incluso, a establecer una distinción entre el envejecimiento “cronológico” y el “biológico”. El primero se define como la edad del individuo según el tiempo transcurrido desde su nacimiento. El segundo, más complejo, depende de un estado global de salud que requiere de un diagnóstico clínico-biológico.

Actualmente se han reportado diferentes marcadores bioquímicos y patrones funcionales asociados con la edad de manera individualizada. Así, una persona puede tener una edad cronológica determinada y una edad biológica mayor o menor en términos de la presencia de parámetros anatomo-funcionales que reflejen el grado de desgaste celular.

Se subraya, de nuevo, la gran heterogeneidad del proceso analizado. Algunos de estos parámetros incluyen los datos arrojados por estudios clínicos de rutina: niveles de colesterol o de hemoglobina glucosilada, marcadores bioquímicos en fluidos, presión arterial y niveles de creatinina, así como pruebas de habilidades motoras y cognitivas, marcadores relacionados con el control de la expresión de genes e, incluso, de mecanismos epigenéticos.

También se han desarrollado sistemas de puntuación para determinar el grado de envejecimiento biológico de un individuo. Estos incluyen, además de la edad cronológica, el sexo, la etnia, el estilo de vida y la presencia o no de enfermedades crónico-degenerativas. Más recientemente, se han incluido parámetros antropométricos como el índice de masa corporal, el diámetro de cintura y cadera y la relación entre ambos, que han permitido describir patrones de envejecimiento individuales y poblacionales. De tal suerte que cada individuo podría tener una especie de “código de barras” que incluyera su historia y estilo de vida, su ambiente genético, su edad cronológica y el perfil personal de respuestas generadas ante diferentes estímulos a lo largo de la vida, lo que daría cuenta de la función preservada o deteriorada de diferentes órganos.

Perspectiva demográfica

Sobrepasar los límites de longevidad depende de una gran variedad de factores. La literatura demográfica ha documentado una fuerte correlación entre poblaciones con altos niveles de desarrollo social y mayores esperanzas de vida. La situación de dos países de la región de América Latina y el Caribe ofrece una idea muy clara al respecto: mientras Uruguay registra una esperanza de vida de 78 años, Haití reporta 64 años. En ambos casos se trata de la esperanza de vida de mujeres y hombres nacidos en el año 2020. Una brecha de poco más de 14 años que refleja, con toda claridad, el rezago social, económico y político en la nación caribeña.

Además de la demografía, otras disciplinas han observado que los aspectos sociales, ambientales y políticos tienen un papel significativo en el envejecimiento de las poblaciones. Especialmente aquellas que estudian  los procesos de salud-enfermedad.

Investigaciones relativas a los determinantes sociales de la salud han tenido una gran influencia en diferentes estudios longitudinales. Se ha demostrado, por ejemplo, que la alta mortalidad en las poblaciones —y, por ende, su baja esperanza de vida— es un reflejo de la ausencia de políticas públicas que impulsen la promoción de la salud y la prevención de enfermedades transmisibles y crónico-degenerativas desde los procesos de gestación y los primeros años de vida. La ausencia de programas preventivos se traduce en procesos no saludables en las siguientes etapas de la vida.

Al respecto, ha sido de gran utilidad el enfoque de “curso de vida”, que se distingue del “ciclo vital” porque concentra su análisis en las trayectorias y transiciones que experimentan las personas desde su nacimiento, en determinados contextos sociales, históricos, culturales y ambientales (Diagrama 1). Así, por ejemplo, se ha encontrado que los factores sociales son fundamentales para generar un ambiente físico y social adecuado que fortalezca la relación entre madre e infantes, a fin de incentivar el apoyo emocional y el crecimiento. Lo que ocurra en la etapa temprana de la vida será clave, pues una infancia con precariedad puede influir en el “curso de vida” (la posibilidad de que surjan enfermedades tempranas que afecten el envejecimiento).

Diagrama 1: Curso de vida | Fuente: Aboderin et al. (2002). Geriatr Gerontol (2003:81).

Una investigación realizada en México encontró que padecer hambre en la infancia puede ser un factor asociado a la enfermedad en la vejez. De igual forma, diversos estudios señalan que la malnutrición, bajos salarios, climas de violencia y bajos niveles educativos influyen de manera contundente en los procesos de envejecimiento de las poblaciones.

Entre los determinantes sociales de la salud, el estrés tiene un impacto en cualquier momento de la vida y tiene efectos sobre el cuerpo y la mente. La ansiedad crónica, la inseguridad, la baja autoestima, el aislamiento social y la carencia de control en el ambiente laboral, durante largos periodos, parecen minar la salud física y emocional de las personas. De igual forma, las trayectorias de desempleo generan grandes cantidades de estrés, lo que desata efectos en cascada: pobreza, mala alimentación y el surgimiento de enfermedades que pudieron prevenirse o atenderse en etapa temprana.

La precariedad en el trabajo y trayectorias laborales de alto riesgo pueden provocar enfermedades físicas y mentales que dañan el proceso de envejecimiento de las personas. Situación que, a su vez, tiene un impacto significativo en la salud de otros integrantes de la familia. Por otro lado, la educación de los padres y las trayectorias educativas personales pueden ser factores protectores (Diagrama 2).

Diagrama 2: Determinantes sociales de la salud | Fuente: “Modelo de determinantes sociales de la salud”, Organización Mundial de la Salud (OMS).

En síntesis: la vejez puede ser considerada como la conclusión o sumatoria de los ciclos de vida experimentados por los individuos en determinadas condiciones sociales. Esto supone, en consecuencia, que una vejez vigorosa y plena sería el producto de trayectorias saludables que inician desde el nacimiento, así como de trayectorias educativas y laborales que generan seguridad y estabilidad. La combinación de estos tres elementos (buena salud, educación de calidad y vida productiva satisfactoria) sería la clave para esquivar o superar los efectos del entorno social y económico.

Naturalmente, la anterior es una descripción ideal; no necesariamente “utópica”, pero muy alejada de las condiciones materiales y los “cursos de vida” en la inmensa mayoría de las sociedades actuales. Sin embargo, ese “ideal” debe ser la meta: una vejez digna de ser vivida.  

Por ello, resulta indispensable postergar las transiciones críticas y de riesgos desde etapas tempranas. Las “trayectorias funcionales” en el curso de vida permiten visualizar cuatro posibles resultantes en la etapa de vejez: A) desarrollo normal y decaimiento con la edad, B) desarrollo subóptimo y reserva funcional disminuida en la madurez, C) envejecimiento acelerado, D) combinación de los efectos de B) y C [Diagrama 3].

Diagrama 3: Trayectorias funcionales en el curso de vida | Fuente: Kuh D., Karunananthan S., Bergman H. y Cooper R. (2014), en Organización Panamericana de la Salud (2021). A = desarrollo normal y decaimiento con la edad, B = desarrollo subóptimo y reserva funcional disminuida en la madurez, C = envejecimiento acelerado, D = combinación del efecto de B y C.

Diversidad, desigualdad

Pero, como ya se advirtió, la diversidad de experiencias y situaciones marca la pauta. No todas las personas envejecen de la misma manera.

Los enfoques de género, interseccionalidad e interculturalidad han aportado evidencias sobre desigualdades acumuladas que inciden en los procesos de envejecimiento de hombres, mujeres y personas con identidades sexogenéricas no binarias. Se registran procesos de desigualdad y discriminación múltiple en entornos rurales e indígenas, así como por condición de género y orientación sexual, en todas las etapas de la vida.

En áreas rurales, las personas enfrentan desventajas en el acceso a servicios públicos de calidad: atención médica, seguridad social, insumos e información para prevenir enfermedades y mejorar sus condiciones de vida. Los pueblos originarios han experimentado desigualdades históricas por siglos. Esto se refleja en una esperanza de vida más baja que el promedio nacional. Una situación similar la experimentan las personas afrodescendientes.

Desde el enfoque de género se ha puesto en evidencia que, históricamente, las mujeres han tenido menos oportunidades para acceder a la educación y el trabajo remunerado, lo que limita su desarrollo personal y tiene efectos negativos en edad avanzada. Los estudios sobre “años de vida saludable” muestran que las mujeres experimentan enfermedades durante más tiempo en su vida, aunque tengan una mayor longevidad. En contraste, la esperanza de vida de los hombres es menor, efecto de las pautas culturales y sociales relacionadas con la exposición al riesgo y la naturalización de violencia entre los varones.

Las personas del colectivo lgbtttiq+ viven una condición delicada: con posibles enfermedades desde edades tempranas, entornos de violencia y discriminación que reducen su esperanza de vida.

Finalmente, es necesario apuntar que la pandemia de covid-19 redujo la esperanza de vida a nivel global. Aunque los efectos fueron devastadores para todas las personas y en prácticamente todas las regiones el mundo, se registra un impacto diferenciado entre hombres, mujeres y grupos vulnerados.

Longevidad: rutas transitables

Para corregir las desigualdades acumuladas y desterrar las formas de discriminación múltiple, en años recientes se han multiplicado iniciativas ciudadanas y movimientos sociales que reivindican los derechos humanos de las personas mayores y otros grupos de la población.

La defensa de los derechos económicos, sociales, ambientales, políticos y culturales tiene como propósito lograr cursos de vida que permitan a todas las personas  –sin distinción de género, orientación, etnia, condición física o mental– experimentar trayectorias de bienestar que deriven en un envejecimiento saludable.

Lograr este objetivo no es una utopía. La longevidad humana es el mejor ejemplo de que el “envejecimiento exitoso” es posible. Aunque el porcentaje de personas que llega y supera los 100 años es muy pequeño (apenas 0.008% de la población mundial), los llamados “centenarios” o “súper centenarios” disfrutan de una vida saludable, sin problemas cardiovasculares, obesidad, cáncer o diabetes. Estudios realizados en las cinco “zonas azules” del planeta –donde se ha encontrado personas muy longevas– confirman una ruta de estudio para la gerociencia: el rol de las diferentes dietas, la actividad física como protector, la función de las redes de apoyo social, la atención familiar y las relaciones comunitarias como incentivo a la participación de las personas mayores en la vida colectiva.

A pesar de todo, el estudio de estas poblaciones no ha evidenciado la existencia de un “cóctel” de genes que, al expresarse o no, determinen una mayor duración de la vida. Algunos estudios científicos y observacionales empiezan a señalar la importancia de la interacción de un fondo genético con un cierto estilo de vida que parece producir en los seres humanos fenotipos asociados con un envejecimiento sano, con menos enfermedades crónico-degenerativas y una extendida longevidad. Esto cobra sentido, pues se ha teorizado que la máxima esperanza de vida de un humano puede ser de entre 115 y 126 años.

Podría concluirse que, en términos puramente biológicos, el envejecimiento patológico no es el destino fatal de la existencia humana. Ello nos obliga a subrayar las responsabilidades éticas y jurídicas de la sociedad global (instituciones internacionales, gobiernos locales, organismos de la sociedad civil) con el propósito de articular respuestas integrales a las necesidades de los adultos mayores (Diagrama 4).

Diagrama 4: Derechos de las personas mayores

Fuente: Organización de Estados Americanos (2015).

Nueva cultura

El ser humano es una unidad biopsicosocial, por lo que las esferas social y emocional inciden no sólo en su comportamiento, sino en la manera de integrar señales del ambiente que lo pueden hacer más o menos proclive a un envejecimiento saludable.

Todas las ciencias pueden contribuir a que el envejecimiento de las poblaciones se dé en contextos de equidad, igualdad y justicia que permitan vencer los determinantes biológicos y sociales. Para ello, es necesario construir una cultura que favorezca procesos de vida más saludables, cuestionar los prejuicios y estereotipos hacia las personas mayores, promover vínculos y mejores relaciones entre generaciones, así como entornos amigables para todas las edades y seres vivos.


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Verónica Montes de Oca y Clorinda Arias

Instituto de Investigaciones Sociales, Seminario Universitario Interdisciplinario sobre Envejecimiento y Vejez e Instituto de Investigaciones Biomédicas (UNAM)