Hay formas del desastre que no se explican por la combinación de “accidentes” naturales y falta de previsión. Una muestra de ello: la destrucción sistemática de lenguas, conocimientos, prácticas y experiencias que padecen las comunidades y pueblos originarios. La pérdida de saberes ecológicos milenarios constituye una seria amenaza para la preservación del patrimonio biocultural del país.
Durante siglos, el patrimonio biocultural de la Península de Yucatán fue conservado a través de la agricultura de roza-tumba-quema, un sistema de cultivo que forma parte del conocimiento ancestral sobre el cuidado de la naturaleza y el manejo de las plantas. Transmitido de generación en generación, este conjunto de saberes ecológicos resistió los más duros embates de la “modernidad”: primero, la Conquista española y las violentas mutaciones sociales, culturales y productivas a lo largo de 300 años de régimen colonial; después, en el tránsito del siglo XIX al XX, el auge de la industrialización, la expansión urbana y la modificación radical de las costumbres.
En décadas recientes, sin embargo, esto ha empezado a cambiar. El impacto de las transformaciones económicas en la esfera social y cultural de los pueblos originarios ha provocado un severo quiebre en los procesos de creación y recreación de la antigua cultura; interrupción de los flujos de conocimiento, información y experiencia colectiva que, junto con el desplazamiento de la lengua maya, nos pone ante el riesgo de perder este invaluable patrimonio.
El surgimiento de nuevas oportunidades de empleo, sobre todo en el sector turístico, ha propiciado que la población joven de las comunidades rurales en los estados de Campeche, Quintana Roo y Yucatán, prefiera el trabajo asalariado a continuar en las labores del campo. Al mismo tiempo, la cultura dominante impone sus razones —políticas, ideológicas, de “raza” y clase—, por lo que el viaje del campo a las ciudades obliga a reemplazar el maya por el español.
Desde luego, el fenómeno responde a una situación ineludible: el abandono del que ha sido objeto el agro mexicano en los últimos 40 años y, por tanto, el limitado horizonte que ofrece a las nuevas generaciones. En la mayoría de los casos, podría afirmarse, la búsqueda de empleo asalariado no es una “opción” sino la única vía para intentar romper el círculo de pobreza, marginación y precariedad; aunque el círculo reaparezca en las zonas urbanas.
Asumido lo anterior, cuya solución reclamaría explorar alternativas al modelo económico vigente y a la idea misma de “desarrollo”, parece necesario subrayar otra vertiente del problema. Consideramos que la interrupción de la transmisión intergeneracional de estos saberes conlleva una innegable pérdida de la diversidad genética de especies vegetales, silvestres y cultivadas, producto de miles de años de elaboración y manejo práctico que se aprende en lengua maya: escuchando el habla de los adultos cargada de conocimientos, costumbres, creencias y comportamientos; una cosmovisión que expresa el vínculo indisoluble entre el ser humano y la naturaleza.
Contra el olvido, recuperaciones
Renunciar a este patrimonio tiene implicaciones muy serias, pues supone no sólo la pérdida de la lengua sino de la memoria, una función del cerebro que permite al organismo ordenar, almacenar y recuperar información y experiencias del pasado; un proceso complejo que, mediante una codificación semántica, hace posible mantener vivo el recuerdo de significados y conceptos que no están relacionados, necesariamente, con experiencias concretas o materiales.
Debido al hecho de que los recuerdos son susceptibles de desvanecerse en el proceso natural del olvido, su preservación durante un periodo de tiempo prolongado depende del grado de profundidad con que se haya procesado la información, así como de las recuperaciones realizadas periódicamente de los contenidos almacenados.
Es en este sentido, por ejemplo, que un espacio arquitectónico funciona como elemento disparador: activa la asociación mental de la información contenida en el lenguaje como parte de la memoria o de la práctica cotidiana, aprovechando la capacidad natural del cerebro para recordar imágenes y prestar atención a sucesos poco comunes o extraordinarios.
Ejemplo de esto último es lo que observamos en dos puntos geográficos separados por más de 1 200 kilómetros: el edificio de las Siete Muñecas, en la zona arqueológica de Dzibilchaltún, Yucatán, y la estructura zapoteca conocida como El Calvario, en la comunidad de Mitla, Oaxaca.
En una fotografía, tomada al amanecer del 21 de septiembre de 2020, vemos el Sol a un costado del cerro, alineado al centro del edificio de El Calvario, cruzando las escaleras y la puerta principal. Tal como ocurre en el edificio de las Siete Muñecas de Dzibilchaltún.
En la primera parte del Códice Borbónico los mexicas registraron el recorrido del Sol en cenit (14 de mayo) al Sol en nadir (29 de enero); los 260 días señalados en las 20 trecenas (20 x 13 = 260). La página 13 del Códice Borbónico corresponde a la décima trecena del recorrido del Sol de cenit a nadir: 130 días; es decir, el recorrido del Sol del cenit en mayo al equinoccio del 21 de septiembre. En esta última fecha se representa a la Tierra con su aspecto de Toci, “nuestra abuela”, simbolizando el parto de Cintéotl, maíz y estrella de la mañana. Arriba se ve al niño-semilla-estrella de la tarde que entra en la Madre Tierra; luego se le ve naciendo de la misma Tierra.
Las edificaciones como registro material de la observación del movimiento de los astros y el códice como herramienta de la memoria. Ambas, arquitectura y escritura, instrumentos que activan el ritual de las recuperaciones periódicas.
No será casual, como testimonio de lo apuntado antes, que el mismo 21 de septiembre de 2020, quienes trabajamos en el estudio y la restauración de El Calvario, recibiéramos la visita de una familia: el papá y la mamá, el hijo con su esposa y una niña. Preguntaban si ese era “el lugar” donde los antiguos se comunicaban “con los espíritus que ya se han ido”. Nos comentaron que venían de muy lejos a este edificio en Mitla porque así les habían dicho y traían cacao como ofrenda a un hijo fallecido.
Este encuentro fortuito permitió sentir la fuerza de la arquitectura como depositaria de la memoria colectiva y disparador del rito en la práctica cotidiana.
Si con la memoria se contempla el pasado, el recuerdo impreciso de un hecho o una imagen provoca una asociación de ideas donde los procesos se siguen unos a otros por la costumbre de un orden determinado. De ahí que, cuando se quiere rememorar, se busque un punto de partida tras el cual estará el que uno busca. En el caso de Mitla, este punto de partida es el edificio conocido como El Calvario, ubicado en el grupo de adobe y el grupo del sur; espacio que conecta con nuestros ancestros y con algunos vestigios del origen del maíz en las Cuevas Prehistóricas de Yagul y Mitla (más de 8 000 años de antigüedad, declaradas Patrimonio Mundial de la Humanidad por la Unesco en 2010).
Urbanización voraz y destructora
Esto no ocurre en el caso del edificio de las Siete Muñecas de Dzibilchaltún, cargado de conocimiento y significados, pero inaccesible a la comunidad por estar bajo custodia del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH).
Actualmente, el contenido tangible e intangible de la zona arqueológica sufre los efectos del crecimiento voraz de la ciudad de Mérida, que está afectando severamente el patrimonio biocultural con la destrucción de la selva baja y la construcción de desarrollos inmobiliarios, el desplazamiento de las comunidades originarias y la virtual desaparición de la agricultura de roza-tumba-quema y la pérdida del saber-aprendizaje que se obtiene a través de esta práctica. En contraste, el patrimonio arqueológico e histórico es utilizado como mobiliario urbano.
Se trata, como advertimos antes, del impacto social y cultural del “desarrollo” en una de las más recientes oleadas de la “modernidad”. Lo que se dice menos, o se oculta, es que la interrupción de la transmisión de saberes ancestrales y el desplazamiento de la lengua maya van de la mano con una paradójica recuperación: se repite el esquema de la vieja hacienda, pues el mantenimiento de los desarrollos inmobiliarios y el servicio doméstico contratado para servir en las residencias de los nuevos vecinos es cubierto por los mayas de las comunidades desplazadas.
El “progreso” se convierte en destino: del campo abandonado a la incertidumbre urbana. Mano de obra barata y deseosa de mejorar su condición, la juventud rural no encuentra mayores alternativas. Quienes debieran estar cursando la educación básica, media o superior, generando la oportunidad de participar de manera consciente en la conservación y protección del patrimonio biocultural, son conducidos sin remedio al mercado de la precariedad.
¿Cómo podemos educar a los jóvenes que desconocen el valor ético, social, comunitario, de la cultura maya, una de las más altas de la antigüedad? ¿Cómo recuperar el flujo de experiencia, conocimiento, sabiduría y sensibilidad? ¿Cómo cambiar la forma en que se concibe la educación, aún sujeta a sistemas de enseñanza coloniales?
La creencia, el rito y la festividad cohesionan y dan sentido a la colectividad, se imponen como la memoria de todos. Pero nuestra memoria ha sido suplantada. Así se explicaría, en alguna medida, la catástrofe en curso. Ante la emergencia, parece urgente recuperar el vínculo naturaleza-ser humano que se conserva en la herencia biocultural; ese conocimiento, “estratégico” para países como México, que debemos reintegrar como eje de nuestra identidad y desarrollo sustentable alrededor de los hoy llamados pueblos originarios.
| HUGO RUIZ
El autor es investigador en el área de Conservación del Patrimonio Cultural en el Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Dr. en Arqueología por la Universidad de Leiden, Holanda, Maestro en Arquitectura con especialidad en Restauración de Monumentos por la Escuela Nacional de Conservación, Restauración y Museografía “Manuel del Castillo Negrete”, del Instituto Nacional de Antropología e Historia, Licenciado en Arquitectura por la Universidad Iberoamericana, y pertenece al Sistema Nacional de Investigadores.